No diré que el patio de mi casa era particular ni que
no se mojaba si llovía, pero sí que al evocarlo al amparo de la memoria
intemporal que nutre los recuerdos, simplemente me emociono.
Como en casi todas las viviendas canarias de la época
el patio fue siempre centro de reuniones familiares y testigo inmutable de
hechos cotidianos; además de zona de ocio y disfrute , recreo de pequeños,
frescor estival, cajita de mis secretos y sobre todo rincón mágico por donde es
capaban mis sueños de niña.
Presidido por una hermosa palmera de alcanfor
asentada en un gran barril carente de color debido a la intemperie, en él
confluían todas las dependencias de la casa. El piso de cemento rojo con
perfectas rayas imitando baldosas era ideal para jugar al teje. Dos escuetos
escalones daban paso a la cocina, de la que escapaban tentadores reclamos de
comida recién hecha y vapores que se arremolinaban junto a la escalera que
conducía a la azotea, flanqueada por una endeble y destartalada barandilla de
madera, nada fiable por cierto, que por razones obvias era la pesadilla de mi madre.
En el primer descansillo, una misteriosa alacena suscitaba mis recelos y el de mis
hermano al imaginarla refugio de brujas y cosas de asustar. El oscuro cuarto de
las papas debajo de la escalera despertaba la misma desconfianza. Del techo de
la cocina pendían frondosos helechos de a metro que daban al espacio un
ambiente siempre verde. Los geranios y periquitos ponían la nota de color y el
aroma de las rosas, hierba huerto, y sándara que llegaba de la azotea perfumaba
el aire. El rumor del agua de la acequia colindante era el ingrediente que
faltaba para que aquel lugar se me antojara idílico.
Mi patio era a la vez sufrido escenario de nuestros
juegos infantiles o silencio sosegado que invitaba a la lectura. Me gustaba
especialmente sentarme a leer en la escalera con el gato en mi regazo mientras
mi madre cosía. Era también escenario de bautizos y comuniones. Recuerdo la mía
atormentada por los estragos que hicieron en mis pies los zapatos nuevos, con
los agravantes de haberme clavado una tacha el día anterior y la quemadura
producida por el fósforo que supuestamente evitaría el garrotejo. Como para olvidarla. En las tardes de los meses invernales,
los cuatro hermanos sentados en una manta al pie de la escalera de la cocina,
esperábamos impacientes la escudilla de leche escaldada, el cochafisco y en caso extraordinario el huevo
frito espolvoreado con gofio y azúcar que mi madre preparaba como nadie.
Sabores irrepetibles que se cuelan en mi nostalgia.
Las experiencias vividas en aquel remanso de paz que
cobijó mis primeros años desplegaron sentimientos, pautas y valores que sin
pretenderlo forjaron mi carácter. Al calor de los años transcurridos me
sorprende cómo las vivenciasse agolpan en mi mente, deseosas de ser rescatadas. Descubrí
que el dolor forma parte de la vida un infortunado día en que uno de los pocos
coches que transitaban las calles de la ciudad, atropelló el cuerpecito de una
niña de tres años que se cruzó en su trayecto. La madre se hallaba comprando en
una de las tiendas de aceite y vinagre del barrio y fue testigo del atropello
sin poder evitarlo. Con el fin de calmarla, condujeron a la mujer al interior
de mi casa, donde trataron de consolarla cuando ya se sabía que todo intento
por reanimar a la criatura había sido inútil. Desde el patio pude oír los
gritos desgarradores que arañaban el denso silencio que se instaló por toda la
vecindad. Presa de una comprensible locura transitoria, tan pronto clamaba al
cielo como lanzaba improperios dirigidos al chófer del coche objeto de su
desesperación. Aquellos alaridos quedaron grabados en mi sentir durante mucho
tiempo. Quedé impactada por el suceso y aún hoy me estremece recordarlo, en cambio
brotó en mí un sentimiento de compasión infinita hacia aquella familia. Por
primera vez reflexioné sobre el ciclo de la vida y advertí que no siempre acaba
en la vejez.

En verano, la estrecha puerta a la acequia se abría de
par en par: Descalza, saltaba una y otra vez el murito desde mitad de la
escalera y me afanaba en uncontinuo acarreo de baldes colmados de agua con los
que regaba las flores, llenaba la pileta, fregaba el piso, bañaba al perro ...
Los días de fiesta tocaba bautizo de muñecas. Mis hermanas y yo ejercíamos de
madrinas y se cursaba invitación expresa a las niñas del barrio con la
condición de acudir ataviadas para la ocasión, incluidos velo y tacones. Luego
había brindis con
galletas del pájaro
amarillo y
Anís del Mono
requisado del aparador bajo llave.
Me gustaba soñar y la acequia era el lugar idóneo
para ello. Con los pies en remojo saboreaba mi territorio interior repleto de
fantasías y asistía gozosa a la botadura de barquitos de papel cargados de anhelos,
con la inocente ilusión de la arribada a un océano imaginario donde los sueños
se cumplen. Encomendaba a los duendes del agua mensajes embotellados que la
corriente engullía en el remolino que se formaba al final de la riscadera. Justo en ese punto al pasar
un puentecillo de piedra, el muro era más alto y el tránsito se hacía
peligroso. Era ahí donde más de una vez mi hermano se cayó dentro, cargado de
libros, camino del antiguo Colegio La Salle, lindante con dicho muro. Oía el
pito desde el patio y salía corriendo. Llegaba empapado, se ponía
en fila y luego lo mandaban a casa a cambiarse.
Arrodilladas ante el lavadero siempre había mujeres
lavando, tocadas con sombreros de paja, ocupadas en el trajín de salpicar,
enjabonar, restregar, enjuagar y torcer entonando canciones de moda, estrujando
algún cuchicheo o desahogando pesares enjalbegados con jabón lagarto.
Saltábamos entre sus piernas detrás del vuelo de mariposas, pájaros o
caballitos del diablo que posaban sus largas patas amarillas donde el agua se
hacía mansa. El acequiero era un hombre serio vestido de gris, con una especie
de vara en una mano y un manojo de llaves en la otra. Abría las rejas de la
cantonera, controlaba el caudal y vigilaba los vertidos. Cuando llovía en
demasía, el agua bajaba achocolatada y ruidosa; más de una vez nos sorprendió
el reboso que bajaba en cascada por la escalera anegando el patio por completo.
Los hermanos del Colegio La Salle hacían sus
oraciones paseando por la azotea del centro con una especie de misal en las
manos. Cuando se acercaban al pretil llamábamos su atención desde el
puentecillo pidiéndoles regaliz y caramelos, unos eran más amables que otros
pero casi siempre alcanzábamos algo. El regaliz era auténtico, con un genuino
sabor que no he vuelto a probar. Los sábados por la tarde, cuando el lugar
estaba más solitario, Juanillo,
personaje popular por antonomasia en Arucas, solía bañarse canturreando, no sin
antes colocar cerca una ristra de piedras de considerable tamaño dispuestas a
ir directas a la cabeza de quien osara acercarse. Un día, algún gracioso,
aprovechando un despiste le quitó la ropa y lo vi desde la azotea hecho un mar
de lágrimas agachado junto al muro. Avisé a mi padre y entre varios vecinos lo
convencieron para que saliera del agua, donde por lo visto había permanecido
varias horas. Lo arroparon, le dieron algo caliente y lo llevaron a su casa. Me
conmovió sobremanera verlo llorar como un niño desvalido, acostumbrada a su
carácter arisco y distante y aunque siguió inspirándome cierto temor, aprendí a
ver su lado más humano.
El saboreo del buchito
propiciaba tertulias de sobremesas festivas en las que se tomaba el pulso a la
vida social, se comentaban algunas noticias relevantes o se jugaba alguna
partidita al envite. Mi padre aprovechaba cualquier ocasión para relatar con
pelos y señales las circunstancias de las graves heridas que sufrió en la
guerra y su peregrinar por los hospitales en tierras peninsulares. A mí la
parte que más me gustaba era cuando relataba la fiesta que se formó en casa de
mi abuela el día de su regreso, pues nadie confiaba en volver a verlo con vida.

Los animales correteaban por el patio con total
libertad. Tuvimos al tiempo un perro y un gato que eran todo un ejemplo de
convivencia: se turnaban para usar el mismo comedero, dormían juntos dándose
calor, jugaban sin parar y se hicieron inseparables. El gato, no sé si por
vagancia o por alguna dificultad física que desconocíamos, esperaba siempre al
perro en el primer o último escalón de la escalera, según quisiera subir o
bajar y a galope en su lomo salvaba el trayecto con cara de velocidad.
Piruso era
un perrito noble y cariñoso que participaba de nuestros juegos como uno más. Se
dejaba acicalar por mis hermanas pequeñas con la paciencia de Job: lo bañaban y
perfumaban, lo acostaban en la cuna, le daban el biberón, lo vestían ... El
gato se revelaba más, aunque a veces entraba a formar parte del juego a cambio
de alguna golosina. Menudo disgusto cuando un vecino acabó con el felino porque
le dedicó una furtiva y tal vez malintencionada mirada a su canario. Piruso y yo compartíamos la misma
animadversión hacia Juanillo. Su
manso carácter se encrespaba cuando sentía su presencia desde lejos. Una vez
salió hasta la calle ladrándole como una fiera, Juanillo con las dos manos cargadas de periódicos dio patadas a
diestro y siniestro, al tiempo que regaba de escupitajos todo lo que estaba a
su alcance y lanzaba los exabruptos verbales de su particular léxico.
El amor a los animales es algo que asumimos desde muy
pequeños y he aquí una muestra de ello. En el barrio se habían puesto de moda
las tiraderas, lo malo es que no solo las latas, frutas o farolas eran la diana
improvisada de sus piedras bien certeras. El cercado de las cabras era una
especie de parcela comunitaria donde los vecinos cultivaban su huertito,
montaban su gallinero o chocita para la cabra con la que abastecían de leche
las necesidades familiares. Los domingos por la tarde, la gente se reunía sobre
la tosca cobijada al lado del cercado para jugar a la lotería. El cartón valía
una perra y si por casualidad ganaba no me dejaban marchar hasta jugar tres
veces más.
Había hasta una fuentecilla de la que entre piedras y
culantrillo brotaba un hilito de agua clara. Algo mas retirado, un vertedero
rodeado por un muro de piedrasa modo de ingente contenedor era usado como depósito
de los residuos vecinales. Yo me privaba por disfrutar de aquel lugar que mi
madre consideraba foco de infecciones y reservado a juegos varoniles. En estos
menesteres se hallaba ocupado una tarde un grupo de chicos entre los que estaba
mi hermano, todos con sus respectivas tiraderas dispuestas a apuntar a todo lo
que se movía, aburridos ya de objetivos estáticos. Decidí marcharme al primer
rabo de lagarto dando coletazos, en vista de la masacre que se avecinaba.
Me devanaba los sesos con problemas aritméticos de la
tarea diaria cuando llegó mi hermano alterado. Traía entre las manos un
pajarillo muerto. Me dijo que lo alcanzó en la higuera grande, junto a la
fuente y me juró entre sollozos que no quiso matarlo. Lo pusimos bajo el chorro
tratando de reanimarlo en un intento desesperado de devolverle la vida. Los dos
lloramos ante el cuerpecito inerte. Con todo el cariño de que fue capaz lo
depositó con cuidado en una cajita de cartón preso de un gran sentimiento de
culpa. Cada día la abría esperando un milagro hasta que mi madre se deshizo del
cuerpo del delito. Cambió la tiradera por chapas con las caras pegadas de Puskas, Gento, Di Stefano, Kopa y el
resto del equipo del Real Madrid. Su amigo Manolo
lideraba el equipo del Barcelona y a veces se enfrascaban en sonadas
discusiones por un "quitameallá"
ese penalti.
En la azotea, otro lugar mágico, siempre hubo
gallinas, conejos y cabras. Recuerdo una cabrilla capirota, blanca por delante y negra por detrás, muy amorosa, que
se comía todo lo que le echábamos por poco digerible que esto fuera. A veces,
por Navidad, mi abuelo traía de Guía algún corderillo al que le cogíamos tanto
cariño que hacíamos duelo cuando lo sacrificaban, negándonos a comer su carne.
Era amiga de las ranas del estanque que me arrullaban mientras dormía, hasta el
punto de extrañarlas cuando nos mudamos años más tarde. Envidiaba a los pájaros
por su facultad de remontar el suelo y me pasaba horas intentando atrapar
alguno de los vencejos que en bandadas surcaban el aire en vuelo rasante.

La azotea era la prolongación de mi pequeño mundo,
solárium particular donde me gustaba tomar el sol boca arriba junto a las
sábanas salpicadas de añil. Gozaba lanzando cometas con mudos mensajes, intentando
que mi perro hablara como la perrita
Marilín,
soportando frío y calor asomada al muro para ver pasar a mi platónico primer
amor y contando mis sueños a la luna. El patio era también observatorio
meteorológico de andar por casa antes de preparar la indumentaria dominguera
para que no nos sorprendiera el
"temperie".
Nos ateníamos a las predicciones hechas por mi padre, que como buen hijo de
pastor era experto observador de caminos en el cielo, cabañuelas, luceros del
alba, nubes en forma de coliflor, vientos alisios y ancestral es indicios que
barruntaran cambios. Si queríamos una predicción a largo plazo había que subir
a la azotea a otear de costa a cumbre para obtener mayor información. Los
fenómenos atmosféricos eran vividos por la chiquillería según rugiera la
caprichosa naturaleza: con misterio ante el ulular del viento en la noche, con
entusiasmo ante la lluvia para chapotear en los charcos, con curiosidad ante el
granizo que se deshacía en nuestras manos o con temor ante el fogonazo del rayo
o el restallar del trueno.
El eclipse total de sol ocurrido el dos de octubre de
1959 creó una gran expectación. No se hablaba de otra cosa. Los niños
preparamos con entusiasmo cristales ahumados o trozos de botellas para
contemplar el acontecimiento. Se hizo de noche a media mañana, los perros
ladraron extrañados, las gallinas subieron al palo del gallinero para dormir y
el gallo cantó cuando la luna empezó a destapar el sol. Yo no me separé de mi
hermano que me iba explicando todo el proceso hasta que el sol se hizo
invisible y de nuevo amaneció, más que nada por el miedo que me había metido en
el cuerpo el rumor de que sería el fin del mundo.
El polvo sahariano a veces traía plagas de cigarras,
en aquellos años hubo varias. La más desastrosa arrasó con todo. Se las veía
saltar sobre cualquier atisbo de verde, cogíamos las que llegaban al patio y
las amarrábamos con hilopor una pata para llevarlas donde quisiéramos. Las
Vegas, un vergel en aquel entonces, se llenó de ruidos de cacharros y tapas de
calderos que entrechocábamos los niños desfilando entre los surcos de
plataneras, los mayores daban sonoras palmadas y encendían hogueras.
Resucito la imagen de mis abuelos cuando llegaban de
Guía cargados con alforjas con queso de flor; lecheras con tabefe. hojas de ñamera repletas de exquisita
mantequilla, carne de cochino, frutas y verduras. Nos gustaba oír sus historias
llenas de sencillez y sabiduría campesina. Por parte materna nos llegaba de
Tejeda bienmesabe, higos pasados y almendras. Eran años difíciles pero la
comida nunca faltó.
La calle fue otra escuela de vida que fraguó
amistades con las que compartir juegos derrochando energías que nunca sobraban,
lo que sí sobraba y mucha, era imaginación para elaborar muñecas de trapo,
pelotas con tiras de plataneras, carretones de verguilla, yoyós con botones, zancos con cacharros, ... Establecíamos nuestras propias reglas de
juego sin que nadie se atreviera a violarlas. Fuimos una generación callejera,
acostumbrada a compartir merienda, zaguanes abiertos, gritos y risas,
fascinados por el silbo del afilador; la verborrea de vendedores ambulantes y
tratantes de gallos, gallinas y pollos.
Al barranco íbamos a buscar aventuras más arriesgadas
como intentar cruzarlo después de copiosas lluvias, jugar al escondite entre
las cañas, o sobre todo los niños, entablar guirreas
de piedras y palos con peligrosa puntería. Yo a veces acompañaba a mi hermano
pero siempre me mantenía en la retaguardia, eso de los niños con los niños y
las niñas con las niñas no lo tenía muy claro y me adosaba a cualquier
diversión. Solíamos medir las fuerzas con algunas escaramuzas que terminaban
por amoldar nuestro ego. Saltábamos sogas, aros, muros, riegos, verjas,
hogueras y subíamos a los árboles en busca de frutas temporeras y las más de
las veces para sentirnos importantes desde la posición que nos regalaban las
ramas más altas. En la acera tarareábamos canciones infantiles llenas de
ingenuidad compartiendo espacios que considerábamos propios y emprendíamos
locas carreras a ninguna parte. Sin embargo, sobrevivimos a la ausencia de los
avances tecnológicos que hoy conocemos sin sentirnos frustrados por ello. Por
supuesto que no concebíamos el ocio pasivo y eran raros los casos de obesidad
infantil.
Pero teníamos la radio, uno de los contados entretenimientos
de los que se disponía entonces. El milagro de las ondas hertzianas alegraba la
monotonía diaria y reunía a las familias alrededor del aparato para oír
seriales, concursos, comedias o discos dedicados como La Ronda, en la que proliferaban las coplas dramáticas con las que
se felicitaba por la obtención del carnet de conducir o el titulo de corte y
confección. Se reía o lloraba con programas como Ustedes son formidables, Operación Plus Ultra, el Teatro de los
Hermanos Quintero, Pepe Iglesias "el Zorro" y, para goles, el Carrusel Deportivo.
Los niños disfrutábamos con el programa Matilde, Perico y Periquín en el que se
recreaban las peripecias de una familia con la que nos identificábamos y cuyo
hijo Periquín era un niño algo
travieso pero muy simpático que caló en nuestros corazones. Eran historias
cercanas en cortos sketchs, que
siempre acababan mal para el pobre niño por culpa de sus meteduras de pata. El
patio se hacía eco del guineo de los
anuncios que entonábamos con entusiasmo. Mi preferido era el de Cola-Cao, considerado el desayuno y merienda ideal. También el
de Avecrem (chup, chup) o el borreguito de Norit. Nos saludábamos en
la calle con un "¿Qué tal?"
, "¡Muy bien con Okal!".
Por supuesto el jaboncillo
Lux era lo mejor para el cutis. Cuando íbamos a visitas de compromiso mi
madre nos retocaba la cara con Vishnú
o polvos Madera de Oriente y nos
rociaba generosamente con colonia a granel. Caminábamos como muñecas andadoras tiesas
por la presión de los zapatos de domingo y el temor a despeinarnos. A mi
hermano le sobraba brillantina a ambos lados de la perfecta raya en el pelo, y
los tirantes y la corbata de pajarita le incomodaban como si tuviera jiribilla. Mi padre llevaba de regalo
una botella de ron de Arucas o de Tío Pepe y mi madre una bandeja de bizcochos lustrados, motivo de nuestras
apuestas por si la anfitriona rácana o generosa nos invitaba o los guardaba sin
más.
Una vez allí nuestro comportamiento tenía que ser
ejemplar, sin coger nada que no nos ofrecieran, permanecer quietos y callados
en el sitio que nos sentaran y responder a las preguntas con total educación.
Cualquier conato de insurrección al respecto se frenaba con una mirada
inquisidora que abortaba la tentativa. Visto el panorama, nos resignábamos a
oír los comentarios cotidianos y radiofónicos que surgían en la aburrida velada
de la que luego nos desquitábamos al despojarnos de tan encorsetados ropajes y
modales.

La radio nos acercaba a la música y sus intérpretes.
En la acequia triunfaban:
La casita de
papel, El telegrama, Valore y las canciones de
José Luis y su guitarra. Ñica, mi vecina, cantaba a todas horas
Me gusta mi novio y era fan de
Lola Flores y
Antonio Machín.
Las noticias nacionales se servían muy retocadas y
las internacionales se mencionaban de refilón por eso de la dudosa influencia
exterior. Sólo la proeza del astronauta ruso Gagarin tuvo alguna repercusión. Las nueve de la noche era la hora
de sintonizar el parte informativo,
nunca entendí por qué se llamaba así, tal vez porque solo transmitían "parte" de las noticias. En
cuanto al cine, Tarzán y Chita eran
nuestros héroes favoritos y por supuesto éramos incondicionales de los niños
prodigio del cine español: Pablito Calvo
y su Marcelino Pan y Vino y cómo no, Marisol y Joselito.
Además de Juanillo,
por las calles vagaban personajes que se hicieron populares en el trasiego
diario. Algunos recalaban en el patio donde tenían un plato de comida asegurado
y la paciente capacidad de mi madre para escucharsus batallas. Quien más me inquietaba era Catapún, con su cara que parecía tiznada
y ojos diminutos pero llenos de fuerza. Vestía hasta los tobillos con un
delantal de grandes bolsillos, pañuelo anudado a la garganta, sombrero y pies
descalzos. Con un hato al hombro caminaba con poco "jango" apoyada en un pírgano con el que no dudaba en
amedrentar a cualquiera. Tal era su aspecto que hasta los "pollillos" más valientes le tenían chirgo y solo le hacían chanza cuando se reunían muchos y la
rodeaban cantando: ¡Catapún, pun¡ pun!,
esquivando sus pirganazos con tremenda
escandalera. Cuando la veía venir ponía distancia por medio y la observaba
desde la azotea.
Comía con ansiedad, casi sin masticar; luego sacaba
del delantal un pañuelo amarrado con mucha calderilla, sobre todo perras y
perrillos. Mi madre le daba la lata de leche en polvo que le guardaba con sus
ahorrillos y comenzaba a echar las monedas una a una, regodeándose en el
tintineo que producían al caer. Era parca en palabras pero mi madre la
entendía. Su rostro tiznado se desencajó el día que mi padre le dio la noticia
de su muerte y le entregó la lata con su dinero. Me pareció ver que de aquellos
ojillos escapó alguna lágrima.
Lección de vida la que nos dieron mis padres aquella
Nochebuena; la recuerdo de manera especial, aunque fue después cuando supe que
ambos sabían que sería la última que pasaríamos juntos dada la evolución de la
enfermedad de mi madre. Después de la cena nos pusimos a cantar villancicos en
la parte techada del patio. Mi padre cantó las folias más sentidas que he oído
nunca y mi madre se comportó como si nada pasara, aparentemente, claro. También
fue la última Navidad que pasamos en aquella casa, parte de nuestras vidas
quedó en ella y en aquel espacio en el que disfrutamos de entrañables momentos.
Otra anécdota que tiene que ver con el cariño que nos
profesábamos los hermanos transita por la estela de mis recuerdos con especial
ternura.
La tarde se presentaba aplomada, sofocante,
acabábamos de comer y cada miembro de la familia buscó refugio donde dejar
pasar de la mejor manera posible los rigores del calor. El verano tocaba a su
fin pero, en su último coletazo, la estación quiso regalarnos además de los
rayos de sol que más parecían llamaradas, una turbia calima que cortaba la
respiración. Busqué la fronda de los helechos, sentada en el lecho de piedra de
mi escalón favorito me entregué a mis lecturas. El perro se echó a mi lado
jadeante. No se movían ni las moscas que alicaídas en mortecina dejadez
moteaban la pared. El gato retozaba panza arriba en fingida y vigilante
duermevela. Mi hermano hacía malabarismo con los boliches y mis hermanas
jugaban a las estampas. Me sumergí en las desventuras de Mortadelo y Filemón hasta que se oyó el gancho de la puerta de la
calle. AI poco se presentó Manolo en
la entrada del patio, él se puso de pie y con voz de galletoncito arrestado que apenas rebasaba la década le preguntó: "¿Trajiste aquello?". Manolo asintió con la cabeza señalando su
bolsillo con total regocijo, fachento
le echó el brazo al hombro y los dos cruzaron la calle perdiéndose por el callejón
del cercado de las cabras.
Intrigada, les seguí unos metros pero el bochornoso
aire caldeado me hizo desistir. Me fui a la acequia, bien arriba, cerca de la
cantonera de donde salía el agua más fresca y cantarina. La sentí correr bajo
mis pies, me rocié la cabeza y de di de beber al perro. No había nadie en los
lavaderos y alguna alpispa coleteaba rumbosa al pie de la balsa que colocaban
las mujeres a escondidas del acequiero para subir el nivel del agua. El limo
del fondo acarició mis dedos y la loca competición natatoria de algunos
bichillos acuáticos me entretuvieron un buen rato. Volví al escalón y retomé la
lectura, esta vez bajo el auspicio de las heroicidades del Capitán Trueno, el fiel amigo Goliat
y su amada Sigrid, así la tarde se me
hizo más llevadera.

De nuevo oí el gancho de la puerta. Desde la escalera,
alongada en la peligrosa barandilla, busqué el hueco de la puerta del zaguán y
divisé a
Manolo que prácticamente
traía en volandas a mi hermano. Agitado lo sentó en uno de los sillones del
recién estrenado tresillo de mimbre. Bajé los escalones a pares y corrí hasta
él. Tenía el rostro demacrado y sus grandes ojos negros que miraban sin
expresión, parecían no verme.
Quise preguntar a Manolo
qué había pasado, pero en cuanto me vio llegar desapareció. Llamé a mi madre y
entre las dos lo llevamos al patio, lo sentamos en una silla, le quitamos los
zapatos y le refrescamos la cara que expelía un incesante sudor frío. Mi madre
me dejó a su cuidado mientras ella le preparaba una taza de manzanilla. Le
acerqué los boliches que antes había dejado en una maceta, se los puse en la
mano y le cerré el puño. Desmadejado, los dejó caer y el gato corrió tras
ellos. Fui a buscar mi álbum con las estampas de Marisol, segura de que reaccionaría, pues días antes me había
confesado que estaba enamorado y que se casaría con ella. Tampoco dio
resultado.
Vino la manzanilla, apenas se pudo incorporar para
tomársela y volvieron los vómitos. Entonces comenzó a pedir que le trajeran al
cura para confesarse. Mi madre, alarmada, mandó recado a mi padre. Yo empecé a
llorar y me fui al cuarto de la azotea a buscar algunos ahorrillos que guardaba
en mi caja de madera, de esas que venían con los paquetes de azafrán. Había
muchas perras, algunas pesetas, medias pesetas y dos medios duros. Con todo ese
caudal me dirigí a la habitación de mis padres, encima del comodín había una
urna de cristal con puertitas de madera, altar itinerante que recorría la
parroquia. Recé todo lo que sabía a la imagen que esgrimía su interior
pidiéndole de rodillas que mi hermano se curara. Empecé a echar por la ranura
dispuesta para la limosna el fruto de mis ahorros, cuando oí la corneta de Julito el del helado. Reservé las
últimas monedas y salí a su encuentro, me abrí paso entre la chiquillería y
pedí un cucurucho. Corrí a ofrecérselo sabiendo lo mucho que le gustaba, pero
él con cara de asco me lo retiró con la mano y me dijo con voz baja y
entrecortada: "Llama a Ñica".
Ñica era
esa vecina que todos quisiéramos tener atenta, servicial, alegre y divertida. La
queríamos muchísimo. Se había convertido en nuestra confidente y aunque
bastante mayor que nosotros, era amiga a la que confiábamos nuestros secretillos,
reía nuestras gracias y encubría nuestras travesuras. Poseía esa chispa
canariona y un gran sentido del humor, humanidad arrolladora y una inteligencia
emocional fuera de lo común. Casi sin mirar, crucé la calle y grité llamándola
desde el callejón, se asomó a la ventana y le conté lo ocurrido.
Al momento llegó junto a él: "¿Qué te pasa mi niño?", le preguntó con aquella voz
dulce, confortadora, mientras su mano cariñosa se deshacía en tiernas caricias.
Mi hermano abrió sus ojazos y le indicó con el dedo que se acercara. Le murmuró
algo al oído y me pareció vislumbrar en ella una leve sonrisa de complicidad
que me desconcertó.
A todo esto Manolo
se había colado de nuevo hasta el patio y, agazapado tras la puerta que daba al
zaguán, no perdía detalle. Lo llamé y echó a correr. Lo alcancé a la altura de
la esquina de Las Vegas y lo arrinconé agarrándolo por la camisa. Me ganaba en
edad pero yo era más rápida y espigada. Me clavó los ojillos saltones, azules,
que se le salían de órbita asegurándose de que nadie le había pillado en
aquella situación ante una chica. Rápidamente puso en marcha su astucia y con
cara de circunstancia miró hacia el inicio de la calle y gritó: "Juanillo!". Presa de pánico
miré instintivamente, él aprovechó para zafarse y de nuevo desapareció. Volví
al patio.
Mi madre estaba más relajada y conversaba en animada
cháchara con
Ñica sosteniendo ambas
una humeante taza de café. Mi hermano ya presentaba mejor aspecto, sus ojos
habían recuperado la viveza habitual, aunque conservaba la misma palidez. Yo
seguía sin entender nada. Cuando llegó mi padre,
Ñica se adelantó dispuesta a interceder y esta vez pude oír:
— No se
preocupe Pepito, sólo es la templadera del primer cigarro.
Mi padre atemperó el semblante y sin perder el gesto
serio se dirigió hacia mi hermano que, haciendo alarde del talante que aún le
caracteriza, le acercó la silla y poniendo voz de mayor le dijo:
— Ven papá,
vamos a hablar de hombre a hombre.
El adiós al eterno lugar de mis recuerdos se remonta
a la triste despedida. El camión cargado con los enseres esperaba en la calle.
Nos disponíamos a cerrar definitivamente la puerta de la que había sido nuestra
casa y volví a entrar con la excusa de que se me había quedado algo. Sentada en
mi escalón preferido lo contemplé llorando desde el solemne silencio que
retumbaba en los confines de mi melancolía. Eché una última mirada, luego cerré
los ojos con el afán de atrapar los tiempos idos y volví a soñar; entre la
penumbra del atardecer otoñal me pareció entrever la presencia de mi madre
envuelta en los destellos de humanidad que derrochó entre sus paredes. El
abrazo de Ñica me recordó la partida
y empapó de energía el comienzo de una nueva andadura.
He soñado muchas veces con aquel patio, tanto dormida
como despierta en ambos casos percibo las mismas sensaciones.
Yolanda Díaz Jiménez © 2011