Hubo
una costumbre muy arraigada en Arucas, sobre todo en los barrios y pagos
limítrofes, que poco a poco se fue introduciendo en nuestra población hasta
tomar el rango de tradición. También en la zona céntrica de Arucas se producía
este hecho, aunque, como decimos, era más común en sus barrios.

Era
la ruta o itinerario de La Urna. La Urna era algo así como una especie de
cajoncito rectangular, de aproximadamente unos 60 ó 70 centímetros de alto por
unos 30 de ancho y otros tanto de fondo, en cuyo interior iba empotrada la
imagen de una virgen, bien de la Virgen del Carmen, la Virgen de Fátima, la Virgen
del Rosario u otra cualquiera de las
distintas advocaciones con que veneramos a la Madre de Dios.

En
lo bajo de la caja-urna, a los pies de la imagen se encontraba una especie de
hucha o cepillo, con su correspondiente ranura, a través de la cual se iban
depositando las continuas aportaciones o limosnas que los feligreses a cuyos domicilios
se trasladaba la imagen, iban aportando.
Cada
fin de mes, la cofrade o celadora encargada de la custodia y mantenimiento de la
Urna, debía acudir a la iglesia, donde tras abrir la correspondiente hucha se
procedía al vaciado de la misma y depositar en las arcas de la iglesia, la
recaudación que durante el mes se había tenido, por aportaciones de los feligreses.
Había
confeccionada una lista, de tal forma que un día a una casa y otro día a otra,
la Urna con la imagen de la Virgen, hacía su recorrido mensual, hasta que
volvía nuevamente al principio y volver a recomenzar con la rutina de cada mes.
La
Imagen iba a una casa determinada y los dueños de ésta tenían a la Virgen en su
domicilio el día que les tocaba. Al día siguiente debían hacer entrega de la
misma en el domicilio de la familia que les seguía en la lista y ésta a la
siguiente y ésta a la otra y así, sucesivamente hasta que se completaba el
ciclo.

Aunque
normalmente se rezaba el rosario en familia, el día que tocaba tener la Urna
con la Virgen, ese día no faltaba la pertinente y obligatoria reunión familiar
para los correspondientes rezos y oraciones. El padre, la madre y todos los
hermanos, así como algún vecino y otros familiares cercanos, se reunían junto a
la Virgen para, todos juntos, llevar a
cabo los rezos comunitarios.
Hubo
alguna familia, tal era su devoción, que alguna que otra curación la achacaron
a la intecesión de la Virgen, ante sus ruegos y plegarias.
En
la casa de los Ruano (apellido que cambiamos adrede, por razones obvias), familia
compuesta por seis miembros, padre, madre y cuatro hijos, uno de ellos, el más
pequeño con apenas 4 años de edad, fue aquejado de una fuerte dolencia en la
zona pectoral.
Los
médicos que le habían atendido, le habían diagnosticado: unos, tos ferina;
otros, bronquitis aguda y otros, ya por
último, decían que el niño lo que tenía era un evidente y más que claro “falso
cruz”.
Lo
cierto es que el niño estaba continuamente tosiendo y a cada golpe de tos que daba, los pulmones se
le cerraban y casi sin aire, el niño perdía totalmente la posibilidad de
respirar, dando unos enormes “pugidos”, que desesperaban a todo aquel que
estaba a su lado, ante la impotencia de no poder ayudarle y viendo cómo,
poco a poco, el niño se iba quedando
morado por falta de oxígeno en sus pulmones.

Casualmente
ese día, tocaba llegar la Virgen en su urna a la casa de los Ruano y tras las
correspondientes oraciones de recepción, fue un día plagado de súplicas y
ruegos a la virgencita visitante, ruegos y súplicas por parte de todos los
miembros de la familia, incluido el Sr. Ruano, que no era muy dado a dichos
menesteres religiosos.
No
se sabe cómo, si fue por intercesión de la Virgen, si fue porque las medicinas
habían hecho su efecto o cuál fue la razón verdadera, lo cierto es que a la
mañana siguiente, el benjamín de la familia, débil y entenco hasta entonces,
amaneció fresco y lozano como una rosa y del “falso cruz”, que le había tenido
a mal traer, no quedaba ni rastro.
La
despedida de la Virgen para ser llevada al domicilio siguiente, que le tocaba
según lista, fue todo una apoteosis, entre rezos y oraciones, acompañados por
las correspondientes lágrimas y el agradecimiento de todos los elementos
familiares hacia la Señora que había tenido a bien mostrar su bondad, a través
de la curación de aquél inocente chiquillo, que había servido de vehículo para
una manifestación Mariana, gracias a la cual, el sentimiento de fe religiosa,
se había posesionado y agrandado en aquella familia, incluido el Sr. Ruano,
que, a partir de entonces, fue el más ferviente devoto de la Virgen y cada mes,
con la llegada de la Urna, se le veían descolgar dos lágrimas de sus ya veteranos
y cascados ojos, que, emigrantes y viajeras, se deslizaban por sus mejillas abajo.
Margarita Sarmiento Marrero © 2003