lunes, 7 de mayo de 2012

Presa por desidia



Dice el diccionario de la Real Academia Española que la desidia es en sentido figurado negligencia o inercia. Sus sinónimos son también abandono, abulia, dejadez, descuido, desgana, desinterés, holgazanería, inapetencia, incuria, pereza, vagancia,…

¡Cuánto anhelo sus antónimos de cuidado, diligencia, celo, laboriosidad, ...! En mi pétrea condición como elemento compositivo y decorativo importante de este singular edificio de la primera década del pasado s. XX de esta ciudad, de cuyas entrañas me extrajeron, hoy quiero elevar mi silenciosa y lastimera voz para reclamar mi libertad. Soy  el más claro ejemplo del triste acontecer del siglo XXI.

Desde aquellas primeras generaciones que allá por el siglo XV vieron en mí que como hermosa piedra azul, era extraída de las entrañas de Arucas con el esfuerzo  y la maestría del buen cabuquero para no romper la hebra en aquellas históricas vetas muchas ya desaparecidas. La Azucarera, El Cerrillo, La Goleta, El Mirón, etc., son ya recuerdos de mis cunas.  
Primero sigilosamente, una cuña, después, otra, y otras más, hasta encontrar el quiebre de mi hebra. Después el ritmo era marcado con sonoros instrumentos como el marrón, la barra y el pico de recalar, hasta que un bloque de mí se desprendía de la veta, para pasar a las manos del entallador, quien sabiamente y conociendo el destino de cada una de mis imaginarias partes, en un nuevo ritmo marcado por más cuñas, el pico y ese pequeño marrón llamado mandarria, con la ayuda de escuadras, realizaban mi despiece en diferentes trozos.

Ya las partes de mi cuerpo tenían la dimensión apropiada, y el cantero empezaba a dibujar con su lápiz en cartones, que forma habría de tener y que función tenía que prestar. Sencillamente, definía mi belleza y mi prestancia. Paso a paso, golpe a golpe, se aproximaba mi destino final. El labrante tallaba y sacaba de mi alma y de mi cuerpo la belleza en múltiples formas, aquello que había abocetado el cantero; formas de seres humanos, de animales, flores, o simplemente, dibujos geométricos. Interpretaba para mí la última danza con compases, escuadras y metros; bailaban los cinceles, punzones, trinchantes, fiadores, plomadas, y escoplos. Toda una gran orquesta y un maravilloso cuerpo de baile para quedar en mi escenario final, el de mi soñado destino.

Durante muchos siglos he sido protagonista de multitud de edificios de esta ciudad de Arucas, unos más monumentalistas, como nuestra llamada "Catedral" o como éste de La Heredad, y otros simplemente como arquitectura doméstica, unas suntuosas, otras más humildes moradas del vecindario, pero todos ellos orgullosos de tenerme en sus fachadas, y ahora presos de estas modernas cadenas. Me convirtieron en el sello de identidad de esta tierra, signo de fortaleza y de señal palpable de que sus gentes superaban con trabajo las cíclicas crisis de los monocultivos. Así lo manifestaron con la renovación del paisaje urbano.

Tiempos hubo en que los cabuqueros, entalladores, canteros y labrantes que me hacían las lisonjas y caricias se contaban a miles en las distintas canteras. Muchas de mi pétreas hermanas fueron llevadas a todas las islas, y hasta hubo algunas que cruzaron el océano para llegar a las tierras americanas donde se asentaron los isleños: La Habana, San Antonio, Venezuela, Colombia, Uruguay,…

He compuesto y decorado ayuntamientos, iglesias y heredades, molinos, castillos y portadas, puentes, cantoneras y acequias, hornos, bancales y hasta cercados. Incluso aquellas que no pudieron ser talladas en los despieces, mis hermanos menores los ripios,  contribuyeron a la construcción de muros, sillares y pilares.

Sé que vivimos otros tiempos, donde ahora mi arte ya no es artesanal, donde las nuevas técnicas facilitan el nuevo arte, no mejor, sino distinto, más mecánico. Donde la música con la que me elaboran es unísona, con un único tono, con una sola nota, algo aburrida, más acelerada.

Siempre, durante muchos siglos, aún estando inmóvil en el maravilloso lugar en el que estoy y para el que fui esculpida, sintiéndome orgullosa por ello, me encontraba libre, sin ataduras.

La desidia del cableado (www.arucasdigital.com)
¡Porqué tanta desidia! No termino de comprender a los seres humanos de ahora. Mi meta no era ésta, que empresas eléctricas y telefónicas abaratando los costes de sus conexiones me encadenaran, me ataran, me condenaran, me afearan. Y todo ello, por sus dividendos.

No valen lo suficiente todas las declaraciones de protección que se hacen, pues al final el poder de la cotización en la Bolsa es superior. Solo pensar que el soterramiento de tanta conexión puede generar tanto puesto de trabajo como el que hubo en las canteras de antaño, me produce desencanto e incomprensión. Es el desencanto por la miseria humana.

Y tu, ser humano que te dedicas a la política, que dices administrarla ¿qué haces que no lo impides?.

Estas son algunas de las cosas que no demandan grandes esfuerzos económicos para realizarlas, para ejecutarlas. Hace falta grandes voluntades. Simplemente, asumiendo su exigencia y cumplimiento, obligando a aquellos que sí tienen esos enormes recursos económicos y cuyos costes repiten una y otra vez a todos sus usuarios. Para que sean respetuosos con mi entorno. Y es que al obligarlos a soterrar las conducciones, generarás muchos puestos de trabajo. Y de paso, me liberarás. Así de sencillo.

No he matado, no he robado, no he sido sentenciada por ninguna causa penal, administrativa o social. La única corrupción por la que he sido imputada es la de los elementos que contaminan mi consistencia,  mi vida misma. No es justo que esté presa.

Quítenme tanta atadura, tanto cable, tanta cadena, tanto poste de amarre, quiero la libertad de mi belleza, de mi historia, y posiblemente así, podrás ser tu también más libre y más digno. No quiero seguir siendo presa de la desidia humana. 

Humberto Pérez Hidalgo © 2010

sábado, 5 de mayo de 2012

Juan Vicente Sánchez Castro «¡Juanillo!»



Corría el año 1925, ¿el día?, ¿la hora?, ¿el mes? da lo mismo, total ¿para qué?. Lo cierto es que esa mañana, el cielo había amanecido un tanto opaco, con un color plomizo, con muchos cúmulos o cirros de nube, que de alguna forma tamizaban los rayos del sol. El tiempo amenazaba lluvia o quizá granizo, porque todavía por aquellas fechas en Canarias llovía con cierta asiduidad y hasta los barrancos corrían llevando bastante caudal de agua, cosa que hoy en día y tras años de una pertinaz y más que agobiante sequía, los más jóvenes casi ni han visto ni en sueños.

1925 (Adolf Jessen - Fedac)
Ese día, tal vez para muchos un tanto desapacible, iba a ser un día feliz para una humilde familia que, a la sazón, residía allá por lo que se llamaba “El Barranquillo”, es decir en la calle que partiendo del parque de San Sebastián (hoy desaparecido) ubicado en el frontal del ayuntamiento, corría hacia la Acequia Alta camino de Transmontaña y Cardones.

Ese día era el señalado para que viniese  una criatura a este mundo, esperada con ansiedad por su madre, ya con los típicos dolores de parto y por toda su familia. En aquellos tiempos no se acudía a parir a la clínica ni al hospital, tampoco existía la anestesia por goteo ni la inyección epidural, que aminorase los dolores, no, no existía nada de eso y todo se producía en casa y tal y como la madre naturaleza había previsto que sucediera. A todo reventar se tenía la ayuda de una partera o comadrona, no por el título que obstentara, sino por la práctica que tenía en tales menesteres tras haber asistido a un sinfín de parturientas de la época.

Y llegó a tiempo la partera, el tiempo justo para calentar un poco de agua y tenerla preparada para proceder a la limpieza que, posteriormente al parto, se hace tanto al recién nacido como a su progenitora, porque sin hacerse esperar dio señales de vida la criatura que de inmediato y tras el correspondiente corte del cordón umbilical y el consabido “tortazo”, daba sus primeros esperríos para repetirlos posteriormente tras tomar la correspondiente ración de aire en sus pulmones recién estrenados en este mundo. ¡No sabía la criatura, cuantos problemas iba a tener posteriormente con el correr de los años!.

¡Es un niño!, gritó la partera mientras lo sostenía en el aire agarrado por los pies y mientras iniciaba la labor de higienizarlo (antes no existían las ecografías que con antelación nos indican el sexo de lo que va a nacer, con lo que nos quita esa ansiedad, esa  ilusión , incertidumbre y emoción de esperar al momento del nacimiento para saber si lo que ha nacido es un niño o una niña) y a renglón seguido lo depositó en los brazos de su madre, que con todo el cariño del mundo ¡el cariño de una madre!, lo apretujó entre sus brazos dándole el calor que necesitaba pues ya la criatura, aún desnudita y en espera de que lo empezasen a ataviar con sus ropajes, empezaba a tiritar de frío.

La noticia, como pasa siempre, se extendió rápidamente por la vecindad y a renglón seguido empezó el jubileo de vecinas y vecinos, unas y otros felicitando a los padres y tertuliando ellas con la madre y ellos con el padre y los hermanos, mientras empezaba a correr el buchito de café de un lado para otro (las cafeteras no daban abastos y los cucuruchos coladores se sucedían uno tras otro) y los piscos de ron, anís o licores para festejar el feliz acontecimiento se desparramaron a destajo.

Como suele pasar en todas partes, para los asistentes el niño era muy bonito (¿por qué será que todos los niños que nacen son bonitos y guapotes al decir de los que nos visitan, cuando por regla general y salvo excepciones, todos los recién nacidos por la flacidez de la piel, las arrugas de la misma y color con que nacen, suelen ser más feos que Picio?), para unos tenía un parecido total con el padre, pero los ojos son de la madre. Para otros no cabía la menor duda que la nariz que tenía, era la de la familia Sánchez (por su padre), pero la cara, los ojos  y la boca son de la familia Castro (por su madre), vamos que como diría el del chiste, solo faltaba que el niño dijera aquello de “y los pañales de mi abuelo”. En fin, todas esas tonterías que, por decir algo, se suelen decir en este tipo de casos a falta de otros argumentos de conversación.

1925 (Fernando Baena - Fedac)
A los pocos días, con una cohorte de asistentes, padre, madre, hermanos, familiares y vecinos mas allegados, se llevaba a cabo en la iglesia de San Juan Bautista el acto de administrarle el sacramento del Bautismo. ¿Cómo se va a llamar? Preguntó el sacerdote oficiante. Juan Vicente, contestaba el padrino rápidamente ante el asentimiento del padre y los demás presentes. El cura, levantando el recipiente litúrgico, tras haberlo llenado de agua bendita y mientras lo vertía haciendo la señal de la cruz sobre la cabeza del neófito, decía: “Juan Vicente, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Ya era un ser cristiano, ya había dejado atrás el mundo de los catecúmenos para ingresar en el colectivo más extendido del mundo, como es el colectivo Cristiano, Católico, Apostólico y Romano.

Y empezó su andadura por este mundo nuestro, pasó sus primeros años como los pasaban todos los niños de la época, entre pañales hechos a base de cachos de sacos de azúcar, azaleas de baifo en la cuna para aguantar los orines y toda esa parafernalia que nuestras madres se tenían que inventar antes (no existían los pañales de usar y tirar de hoy en día) para tener siempre al niño bien atendido y sequito. Los pañales, de fabricación casera se lavaban, se tendían a secar y volvían a reutilizarse.

Fue al colegio y allí aprendió lo más elemental, no mucho por cierto, pero sí lo suficiente para saber contar aunque sólo fuese hasta veinte o treinta. Y no aprendió más porque, desgraciadamente para sus padres y familiares y, por supuesto, más desgraciadamente para él, pronto se le detectó una minusvalía cerebral y una falta de lucidez en sus neuronas que le impedían progresar en sus conocimientos y así fue como poco a poco y con el paso de los años se fue convirtiendo en una persona retrasada, aunque para la ciudad de  Arucas , fue un personaje emblemático, señero, popular y típico.

Todas las ciudades tienen a su personaje popular, esa persona con la que todo el mundo tiene que ver, a la que todo el mundo le gasta bromas, unas de buen gusto y otras con alguna “mala uva”, pero que en definitiva es símbolo de la ciudad y a la que, a pesar de todo, todo el mundo respeta y le admira.

La aruquense Lolita Pluma (Gofiones.com)
En Las Palmas de Gran Canaria, ¿quien no recuerda a Andrés “El Ratón”, con su guerrera militar cargada de medallas o a Lolita Plumas, con su pintarrajeada cara, su especie de minifalda y su cajoncito para vender, cerillas o tabaco?.

En Guía-Gáldar, ¿quién no recuerda a Tomasín, con su mirada fija y desafiante, al mismo tiempo que dirigía, a su modo, la circulación?

En Arucas  ¿quién no recuerda a Pepe el Bobo (con sus seis dedos en cada mano), a Juan el Claro con su mirada vidriosa y ojos saltones, con su caminar pausado y sus espaldas anchas? Y ¿quién no recuerda, aunque no eran de Arucas pero si la frecuentaban asiduamente, tanto a Pepe Cañadulce con su tambor y su gran “fonil” a modo de megáfono anunciando los distintos eventos de las fiestas?, ¿quién no recuerda a Vicente Faltaleches, con sus piernas torcidas y sosteniéndose sobre un gran palo a modo de bastón, mientras solicitaba aquello de “una peseta Maliquita”?.

 ¿Y quien no recuerda en Arucas a Juan Vicente Sánchez Castro?, quizá dicho así a muy pocos le suene el nombre, porque él ha pasado a la historia de Arucas con el sobrenombre con que desde niño fue apodado: JUANILLO.

Juanillo era un personaje, a veces alegre, otras veces gruñón, a veces saltarín y otras veces cabizbajo y meditabundo. Se sentía y lo sabía muy bien, el centro de todas las miradas, de todas las bromas y de las más disparatadas gamberradas, en el sentido más sano de la palabra.

Se le apodaba, no sé por qué, Juanillo “El Podrío” y digo que no sé por qué, porque nunca me supe explicar el motivo de dicho sobrenombre ya que, a fuer de sincero, siempre iba como un palmito de limpio. Su hermana Fefa, que en aquellos tiempos trabajaba como empaquetadora en el almacén de Los Rosales, lo tenía siempre, como se suele decir, “de punta en blanco”. Vestía chaqueta y pantalón color gris, el tipo de tela no sabría decir cual era porque no entiendo mucho de ello, unos dicen que era tela de lino, otros que era de hilo, otros que era de dril, pero lo cierto es que era el típico estilo de tela que se llamaba “ropa de lechero”. Vestía así mismo, camisa blanca con rayas, no llevaba corbata pero sí una boina negra que a veces se calaba hasta las mismas orejas, pero que continuamente estaba sobando entre sus manos para volver a colocársela debidamente sobre su cabeza. Calzaba siempre alpargatas de la época, siempre bien atadas, lo que le permitía una agilidad de movimientos y una rapidez endiablada en su carrera.

Su hablar era tartamudeante, la saliva le sobresalía por la comisura de los labios y la rapidez de sus movimientos podrían coger por sorpresa a más de uno que le diese una  broma, que a su entender no le hiciese gracia.

A Juanillo, se le veía diariamente en la plaza de Arucas a la espera de la llegada de los coches de hora o de los piratas. Los paquetes que venían en los mismos y que, lógicamente tenían sus destinatarios, eran encargados a Juanillo para que los llevara a su destino previo pago correspondiente del servicio de transporte (una, dos o tres pesetas de las de entonces).

Encargarle a Juanillo el transporte de un paquete, era más seguro que encargar un envío por Correo Certificado. Lo que le entregabas a Juanillo podías estar seguro de que llegaba a su destino. Si le decías que el paquete había que entregarlo a Fulano de Tal, era Fulano de Tal quien lo recibía, ni el hermano, ni el padre, ni Dios que bajara a la tierra. Si no estaba Fulano de Tal, Juanillo volvía otra vez con el paquete sin haberlo entregado. Tanto era su celo por cumplir que hasta ese extremo llegaba.

Y cuando le encargabas de llevar algo y le decías que el destinatario era el que le tenía que pagar, él lo llevaba pero ya podías decirle lo que quisieras, que si no le pagabas no te entregaba el paquete y se volvía de nuevo con el mismo. Yo recuerdo en cierta ocasión que le enviaron con una caja a Visvique a llevar algo a la tienda de Melito (q.p.d) y allí se encontraban, aparte de Melito, otras personas entre las que estaban, por citar a algunos, Pepe el grande y Goyo, personas a las cuales les gustaba una mataperrería más que comer y cuando llegó Juanillo con la caja, intentaron convencerle de que la dejara y que en Arucas le pagaría la persona que lo había mandado a Visvique. Naturalmente Juanillo no hizo caso de ello y cogiendo la caja nuevamente, se la echó al hombro y con paso más acelerado aún que con el que había venido, retornó a Arucas con la cajita de marras.

A causa de esas bromas y en momentos en que le cogían desprevenido y soltaba el paquete que llevaba antes de cobrar, le vi derramar lágrimas de impotencia al sentirse humillado y engañado.

En otra ocasión, le enviaron a la Hoya de San Juan a llevar un ataúd de esos pequeñitos y blancos para una niña de corto tiempo que había fallecido. La persona que debía recibir el ataúd, tenía que darle dos pesetas por el servicio , dos pesetas que en aquellos momentos no tenía y Juanillo se volvió para Arucas cargando nuevamente el ataúd.

Juanillo era amable cuando era amable y huraño cuando era huraño. Siempre llevaba una bolsa/talega, donde iba metiendo el dinero (perras chicas, perras gordas o pesetas) que iba obteniendo por sus servicios. Continuamente lo veías sacando el dinero de la talega que siempre llevaba (con sus correspondientes cordones para atarla) y con su mano izquierda (él era zurdo) lo iba contando para saber cuanto tenía. Lo metía nuevamente en la bolsa/talega, para, al cabo de un cierto tiempo, volver a empezar con el mismo rito. 

Juanillo repartía el periódico en Arucas, desde la plaza hasta el Terrero y desde la plaza a la Goleta. Había gente que estaba abonada a la que se lo llevaba todos los días sin faltar y con los periódicos que sobraban se ponía por toda la plaza de un lado a otro hasta acabar con ellos.

Pasabas a su lado y por ver su reacción le preguntabas: ¿Juanillo, cuántos periódicos te quedan? Y él contestaba cuantos le quedaban con una precisión de relojería suiza. Pero si lo querías alterar y le decías que allí habían más de los que él decía, podría pasar una de dos: o que se pusiese a contarlos delante de ti para demostrártelo y entonces la risa de él le llegaba de oreja a oreja,  o que te soltase una fresca y se mandase a mudar porque entonces se ponía “histórico”. Si, he dicho “histórico”, no me he equivocado porque la verdad es que te nombraba a tu padre, a tu madre y a todos tus antepasados.

Cuando sonaban las campanas de la iglesia, lo veías contento contando una tras otra: Una...dos...tres...cuatro...cinco...¡son las cinco! gritaba y se ponía más contento que unas castañuelas. Pero Juanillo, si ha dado seis campanadas, es que son las seis, le decías. Se te quedaba mirando y a renglón seguido te soltaba una sarta de tacos y de insultos que, de la forma en que los decía y con la tartamudez que arrastraba, hasta resultaban graciosos.

Podías darle las bromas que quisieras, pero tenías que procurar que no se sintiese burlado, porque entonces te podías convertir en pasto de sus iras. Sabía llevar las bromas e incluso él mismo te acompañaba en la risa, pero burlarte de él ¡ni se te ocurriera! Porque lo podías pasar mal.

Cuando le pagabas el periódico le podías dar de más, que él te devolvía. Si lo que te sobraba no era mucho y le decías que se lo quedara, la cara de alegría era enorme y los saltos que daba eran propios de cualquier malabarista de circo, pero si por darle una broma le dabas de menos y te emperrabas en no darle lo que faltaba, ¡Madre mía! ¡La de San Quintín!, porque te ponía de insultos como una fregona y no paraba hasta que entrases en razón y le dieras lo que faltaba.

Si por casualidad, llevabas intención de gastarle una broma pesada, que él se sintiese ofendido, humillado y menospreciado, tenías que ser precavido y poner tierra de por medio antes de que él reaccionara porque: 1º.- Corría como un demonio. Tenía una agilidad en la carrera, que ni la de un conejo y como no hubieses puesto suficiente distancia de por medio, te alcanzaba y ahí, en el cuerpo a cuerpo, o (como se dice hoy) en las distancias cortas era intratable. 2º.-  Si por casualidad se agachaba a coger una piedra, ya te podías alejar lo que quisieras que, como no tuvieses un buen parapeto, te la llevabas. ¡Que puntería tenía el niño! Ya dije antes que era zurdo, pues con la zurda cogía una piedra y era capaz de romper una bombilla a casi ochenta metros de distancia, así que ya te puedes imaginar lo que tenías que hacer cuando, por molestarle, veías que se agachaba a coger una piedra para defenderse.

Su familia, consciente también de la dificultad de Juanillo, le arropaba continuamente y le apoyaba en todo lo que hiciese falta. Su hermana Fefa en el cuidado y limpieza tanto de él como de su vestimenta. Su hermano José, un hombre noble como persona del campo, rudo en sus modales por el trabajo que desarrollaba, serio en su forma de ser, con un corpachón guanche, pecho ancho, brazos fuertes y mirada atravesada, era capaz de retorcerte el cuello como a un pollo, si tenías la mala suerte de que pasara por el lugar de la escena, cuando te burlabas de  Juanillo o le estabas insultando. Tenías que ahuecar el ala o lo llevabas crudo.

Anécdotas de Juanillo se cuentan muchas. Unas puede que sean verdad, otras es posible que sean fruto de la imaginación, pero unas y otras valen la pena recordarlas. Si tiene en su familia a alguien que conviviese y conociese a Juanillo, dígale que le cuente alguna, seguro que le encantará escucharla.

Cuentan que un día, merodeando por los alrededores de la plaza de San Juan, junto a la iglesia, el cura “chico”, D. Francisco Hidalgo, se dirigió a él y le preguntó: “¿Juanillo, donde está Dios”? y Juanillo, con su voz tartamudeante y como aquel que quiere quitarse una culpa de encima le contestó: “Y...y...que...que... ¿a...a...mí qué...qué...me pregunta? ...¡si...si... se le... peeerdió... búsquelo...coño!.  Y así, como esa, muchas más, que sería bueno que nuestros antepasados nos hicieran revivir.

Cuentan, también que en cierta ocasión se le oyó decir con mucha sorna y alegría: “Que....Que....eeeen...eeen...mi...familia...hay cuatro....queeee....se llaman Pepe” y empezó a enumerarlos : Pepe, mi padre, Pepa  (por su hermana Fefa), Pepita la que va al colegio (una sobrina) y...y...y....la señora Pepa (una tía)”.  Cuando los que estaban a su lado le replicaron :”Que no son cuatro Juanillo, que son cinco con tu hermano”, a lo que él contestó:”Aaaal...coño...tu...tu.. tuuu...madre, ¡ca..ca...carajo!, que...eeese... seeee llama  José”.

Monumento a Juan Vicente Sánchez Castro, Juanillo
donado a la ciudad de Arucas,
 por la Afilarmónica “Los Nietos de Kika”.
Era al día siguiente de Reyes y Domingo (omito el apellido por razones obvias) se cruzó con Juanillo, junto al ayuntamiento. ¿Qué te trajeron los Reyes, Juanillo?. Y siguió calle arriba hacia la “Gota Leche”, cuando al llegar arriba se dio cuenta que Juanillo le había seguido calle arriba, arrastrando con su tartamudez un  simpático: “¡eee...eel...eel....co...co...eeel...eeel....co...coño tu madre!”, se dio la vuelta y se volvió hacia la plaza. ¡Constante sí que era!.


En fin, muchas cosas me vienen a la memoria, pero que  citarlas harían este relato demasiado extenso, solo me queda por expresar el agradecimiento que debe de tener la ciudad de Arucas a la Afilarmónica “Los Nietos de Kika” y a su fundador y director durante muchos años, Tomás Pérez, (que desde el cielo nos estará contemplando), porque gracias a ellos, hoy se rinde homenaje  en la ciudad de Arucas, perpetuando su figura, con el monumento a Juan Vicente Sánchez Castro “Juanillo” que se  exhibe en la esquina que forma la acera delante del Ayuntamiento de la ciudad y el bar Dávila (hoy bar Eduardo) , lugar donde debe permanecer dicho monumento, por muchos años.
 
Fue en el año 1985, recién había cumplido sus 60 años, cuando, con la misma humildad que vino, se nos marchó. Sin ruidos, sin alharacas, sin causar molestia alguna a nadie, se nos iba para siempre dejando a la ciudad de Arucas huérfana de representatividad popular. Aquel día, hasta el cielo se quiso solidarizar con la efemérides, el sol lucía radiante, el cielo estaba completamente azul sin una nube que lo obstaculizara, aunque alguna que otra se paseaba por su semblante, para refrescar la  temperatura y hasta el reloj de la iglesia (roto y  parado por aquellas fechas) pareció congelar el paso del tiempo.

La asistencia a su sepelio se convirtió en una cita multitudinaria. Toda  Arucas en peso se congregó para darle su último adiós, hasta las campanas de la iglesia sonaban distinto ese día, parecía que no doblaban, como siempre, a difunto, era como si ese día en  sus lánguidos tañidos se imaginase uno, el inicio de los acordes de  un aleluya. Es que no era otra cosa sino que con Juanillo se perdía a todo un personaje popular, carismático, señero y símbolo identificativo de la ciudad. Ese año nos dejó para siempre, ¿la hora?, ¿el día?, ¿el mes?, da lo mismo, total ¿para qué?.

Para terminar, sólo me queda dedicar unos versos en recuerdo de Juanillo, pues así como Braulio cantó a Lolita Plumas, cantó a Tomasín y  también alguna murga de Las Palmas de Gran Canaria ha cantado a la memoria de  Charlot, algún grupo de Arucas debe perpetuar la memoria de Juanillo con alguna canción.
 
Mis humildes versos, parafraseando la canción de la malograda Cecilia, “Desde que tú te has ido”, son estos:
 
Desde que tú te fuiste
desde que te has marchado
Arucas está triste
pues en falta te ha echado.

Muy solos nos dejaste
guardando tu memoria
mientras tú te marchaste
derechito a la gloria.

En este Arucas nuestro
cuna de piedra y agua
hay un clamor de aliento, Juan
que tú nos prodigabas.

Desde que tú te fuiste
desde que te has marchado
en este Arucas triste
es que nos falta algo,

seguro no es el aire
ni tampoco es la luz
lo que echamos de menos, Juan
es que nos faltas tú.

No existe esa alegría,
que prodigabas tanto
humilde y en silencio, Juan
quiero cantar, mi llanto.

Humilde y en silencio, Juan
quiero cantar, mi llanto.


Armando Ramírez Sarmiento © 2002

miércoles, 2 de mayo de 2012

Yo te acuso hombre


Tus antecesores, al igual que sus antecesores, con los escasos medios técnicos con los que contaban, fueron capaces de crearme  y darme vida con un alto sentido de belleza y armonía, combinando en mis fachadas la piedra azul que venían extrayendo de las entrañas de la tierra desde el s. XVIII,  según dejó dicho el ingeniero Miguel Hermosilla, todo ello como remate de la planta que me enorgullece.

El enorme esfuerzo en la extracción de la cantera, la maestría en su corte y labrado, eran el primer impulso que les animaría para construir esta obra de arte que te acusa.

Adornaron mis entradas con puertas de carpintería artesanal, labradas con verdaderas filigranas, como queriendo dejar constancia al transeúnte del exquisito gusto del que moraba en mi interior.

En mis ventanas y balcones descubiertos, cuales ojos por los que cada día contemplo como transcurre la historia, a modo de pestañas me colocaron un  hermoso antepecho de hierro macizo con ornamentos florales y pasamanos de madera. Mi iris fue construido con ventanas de guillotina, en las más antiguas, y de hojas acristaladas, dentro del más clásico estilo afrancesado, las más recientes como yo, protegidas con cortaluces. Como pretendiendo representar en ellos a mis cansados párpados. Mis cejas eran arcos escarzanos construidos con piedra y rematados con los más diversos y bellos caprichos florales, emulando un sinfín de heráldicas. En algunos casos, se esmeraban en el diseño con influencias barrocas y platerescas. Otros muchos, simplemente adintelados.

Al final coronaban mi cubierta  con un antepecho balaustrado, frontones y macetones.

Soy un poema de la piedra: mis franjas en mis medianeras, los marcos de mis vanos y las cornisas entre mis forjados. El eclepticismo todo lo invade, con un acusado dominio del neoclasicismo. Al igual que yo, mis coetáneos, somos el resultado de la reedificación de Arucas en todo su tejido urbano, dejando atrás la vivienda tradicional canaria,  al socaire de la bonanza económica y bajo la influencia de las corrientes culturales de entonces.

Tus antecesores, todos a una como en Fuenteovejuna, ejecutaron colectivamente - como laboran las abejas - obras faraónicas: la “Catedral”, la Heredad… al igual que hiciera la iniciativa pública con las Casas Consistoriales, el Mercado, el Parque de San Sebastián, las Escuelas Públicas, el Cementerio, etc. El diecinueve, aún acabando en las primeras décadas del veinte, fue el “siglo de oro” de Arucas.

Yo te acuso hombre, porque unas veces queriendo y otras sin querer, menosprecias mi valor.

Yo te acuso de no mirarme, de no contemplarme. Por no experimentar alguna policromía en mi cara. Por no luchar por la peatonalización de mis calles, para que tu y los demás humanos disfruten de mis contornos, de mis coqueterías.

Yo te acuso por no denunciar la infinita cantidad de tendidos y cables con que los que me enredan, como si me amarraran por haber cometido algún delito. Sin derecho ni tan siquiera, al tercer grado. Por no demandar la restitución del pavimento adoquinado de mis calles. Por no levantar tu voz a favor de la reedificación del desaparecido Parque de San Sebastián..

No te exime de tu culpa la carencia de los dineros. Siempre lo habrá en la Europa de los pueblos.

Yo te acuso hombre, por el desamor que me das. Porque unas veces queriendo y otras sin querer, poco a poco, me vas quitando la vida. La tuya y la mía.


Humberto Pérez Hidalgo © 2000

domingo, 29 de abril de 2012

El Guajiro

Nos remontamos a la época de los años cincuenta del recién terminado siglo XX. Corría la década comprendida entre 1950 y 1960, concretamente creo que rondaría el año 1953 ó a todo reventar el año 1954, cuando en Arucas se produjo un hito jamás igualado posteriormente y que creó, casi de la nada, lo que nos daría por llamar un mito, una leyenda, un fenómeno aglutinador de masas, un coloso deportivo que congregó tras de sí a una ingente muchedumbre que le seguía a todas partes, que le veneraba y rendía pleitesía allá por donde quiera que pasaba.

No era un hombre, ¡no! No era un escritor, ¡tampoco! No era un matemático ni un físico ganador del Premio Nobel, ¡qué va! ¡No!, se trataba única y simplemente de un caballo, ¡pero qué caballo señores!. Describirlo es tarea arduo difícil, por lo que vamos a intentar hacerlo lo más aproximado posible y según nuestros vagos recuerdos nos permitan. 

Hoy en día nos asombramos cuando vemos a través-de la pequeña pantalla de la televisión, las grandes carreras hípicas que se celebran por todo lo ancho de la geografía española. Vemos carreras en el Hipódromo de la Zarzuela, vemos carreras en Málaga, en San Sebastián, en Barcelona y aquí, por ser más caseros, también vemos grandes carreras hípicas en el Hipódromo de Vecindario, en el circuito de La Laguna de Valleseco y en algunos circuitos más que se prodigan por doquier, fijos o circunstanciales.

¿Y qué vemos en esas carreras?, pues simple y llanamente que se disputan entre un número indeterminado de caballos, pero a unas distancias que, a nuestro humilde modo de entender, nos parecen ridículas. Carreras a ochocientos, a mil, a mil doscientos o, como mucho, a la distancia de rnil seiscientos metros, que, tanto unas como otras se solventan en cuestión de poco más de uno o, como máximo, dos minutos.

¿Caballos muy rápidos? Indudablemente que sí, pero nos preguntamos muchas veces qué sucedería si a esos caballos se les exige dilucidar una carrera a más larga distancia, no en llano y en circuito fijo como son los hipódromos, sino en carretera abierta, sobre asfalto, en declive ascendente
y a una distancia de cuatro o cinco kilómetros. Pues, sencillamente, se nos antoja que no llegarían a la meta porque reventarían en el camino por el esfuerzo extra que tendrían que soportar.
Y, como hemos dicho al principio, nos remontamos a los años de nuestro relato, allá por los años cincuenta-sesenta del pasado siglo. En nuestro municipio, Arucas, se vivía casi exclusivamente de la labranza y el cultivo de la platanera. Y tanto para uno como para otro menester, era necesario contar con medio de transporte, no sólo de los materiales a emplear en cualquier pequeña obra que se realizara, sino para otros quehaceres, como transportar la comida para los animales, los distintos piensas que se adquirían en el mercado, utensilios de labranza necesarios para la labor o para cualquier otro menester que se hiciera preciso.

También se utilizaba este medio de transporte para llevar los racimos de plátanos, productos del corte mensual, hasta el lugar del pesaje, hasta el almacén correspondiente o simplemente hasta la casa de los propietarios de la finca, de los mayordomos o de cualquiera otro a quien hubiese que llevar diversos productos de las fincas. Pero, en aquellos tiempos, no existían los medios tan sofisticados que se tienen hoy En aquellos tiempos no existían tractores, no existían teletransportes como los de hoy en día, que te llevan el racimo de plátanos desde la misma platanera hasta el propio almacén, En aquel tiempo había que hacerlo todo a hombros, o en todo caso, si el patrón se lo permitía, contar con un animal de carga que hiciese tal labor.

Para dichas labores se empleaban burros, mulos, caballos e incluso en algunos lugares, hasta camellos, dependiendo de la capacidad adquisitiva que tuviese el jefe, pero eso sí, en casi todas las fincas existía uno de estos animales, para suplir la mano del hombre, porque a nadie se le escapa que cualquiera de estos animales, de un solo viaje, hacía el transporte para el cual serían necesarias siete
u ocho personas y por eso la proliferación que hubo de estos semovientes por la época. No era pan de cada día, no señor, pues tener uno de estos animales sólo se lo podían permitir aquellos que tenían grandes propiedades y por tanto mucha necesidad de transporte y bastante poder adquisitivo.

Había en Arucas bastantes terratenientes, personas con muchas propiedades y que se podían permitir el lujo de tener a su disposición, no sólo un burro o una mula, sino en ocasiones uno o dos caballos. Estos caballos eran utilizados durante la semana para usos de carga en las labores de labranza y los fines de semana cambiaban la albarda o la angarilla por la silla de montar y se convertían en elementos de paseo, poderío y presunción. Personas que tenían caballos podríamos citar a varios de ellos, sin que la cita tenga connotación de ninguna clase, pues simplemente, son datos recogidos del rumor popular.

Don Manuel Medina Mateo fue uno de ellos. Tenía bastantes propiedades y, para atenderlas, tenía que desplazarse rápidamente. Tuvo varios caballos, pero su ojito derecho, aquel que más prestaciones le daba, con el que más contento estaba y con el que se le veía por todas partes, era El Viejo. Así llamaba don Manuel a su caballo preferido. Lo utilizaba durante la semana para las labores de labranza pero, llegando el fin de semana, cambiaba la albarda por la silla de montar, la venda por la patera, la jáquima por el bocado, la soga por el arnés de paseo y el látigo por la fusta y, al paso o al trote, don Manuel se desplazaba en su lustroso corcel, desde Arucas a Las Palmas de Gran Canaria.
El Guajiro (1954)

Hoy en día, quizá, esto no lo pudiera hacer, pues con el tránsito de vehículos que hay, posiblemente el caballo hubiese sufrido algún susto, se hubiese desbocado y hubiera producido algún accidente. En aquel tiempo, la circulación de vehículos era mínima yesos paseos a caballo se podían hacer. Como hemos dicho, don Manuel hacía sus constantes paseítos a lomos de El Viejo, como él le llamaba, pero, sin embargo, del que más contento y gratificado se sentía y al que más rendimiento le había sacado, pues no en vano, EI Viejo le había llevado a acudir puntualmente a alguna cita, de negocios o de cualquier otra índole, pero a las que daba suma importancia.

Había otros terratenientes en Arucas y también poseedores de caballos. Don Manuel Marrero (el del Carril), don Bernardino Santana (el del gofio) dicen que tenía dos caballos, don Pedro (el del molino) dicen que tenía uno o dos caballos. En fin, que sea como fuese, en Arucas, siempre se rindió
culto al caballo.

Incluso se habla y se comenta que, desde Arucas, se desplazaban caballos hasta la zona de Acusa, por Artenara, para allí participar en las trillas que se organizaban para separar, como se suele decir, la paja del trigo. A estas trillas acudieron en diversas ocasiones, los propietarios de caballos de Arucas. Los citados don Bernardino, don Manuel Marrero, don Manuel Medina, don Manuel Bello (abogado), don Fernando Caubín (no tenía caballo, pero iba en "la pandilla", como dirían los jóvenes de hoy), don Cristóbal Díaz (que en su día había hecho de herrero y conocía las técnicas de herraje de los caballos), don Juan Falcón, etc., etc., muchos de ellos con sus caballos y los restantes por hacer grupo en la pandilla. No queda muy claro que don Fernando Caubín formase parte del grupo de personas que luego se hicieron con la compra del Guajiro, pero como estaban siempre juntos, nuestro informante supone y da por hecho que sí formaba parte del clan.

Durante la celebración de una de las citadas trillas, fue donde hicieron amistad con los otros propietarios de caballos de los distintos municipios de la comarca norte. Allí conocieron a los propietarios de Meña, una yegua de Guía y que nuestro informante no sabe diferenciar si el nombre de Meña era el de la yegua o era el apellido de sus propietarios, una familia de Guía, compuesta de matrimonio y trece hijos.También conocieron a los hermanos Ponce, de la villa de Firgas y al conocerlos a ellos, repararon en el hermoso ejemplar de caballo que habían traído a la trilla. Se fijaron mucho en él. No le quitaban ojo de encima, porque a decir verdad, era un ejemplar de caballo digno de admiración.

Se trataba de un caballo negro azabache, de buena alzada (casi un metro noventa), buena presencia y se le suponía buen tranco, pues sólo al contemplar su estampa, se presumía, en carrera, con una zancada de casi siete u ocho metros. Don Cristóbal y don Juan Falcón se miraron uno a otro y, casi sin decirse una sola palabra, comprendieron que sus pensamientos iban paralelos. No se comentaron nada más, siguieron contemplando la trilla y al volver a Arucas, se citaron en el bar de la Reina Mora, que a la sazón era propiedad de don Cristóbal Díaz. A la hora prefijada, allí se encontraron, el citado don Cristóbal Díaz, don Manuel Marrero, se supone que también don Fernando Caubín y, así
mismo don Juan Falcón. Trataron sobre lo que habían visto. De la buena impresión que les había causado aquel ejemplar de caballo y se propusieron, y así lo acordaron, buscar la forma de adquirir aquel caballo y dedicarlo a la competición de altura, es decir educarlo y cuidarlo como caballo de carreras.

Una vez acordado, todo fue coser y cantar, pues varios de los presentes, en representación del resto, se desplazaron a Firgas,entablaron conversación con los hermanos Ponce y éstos, ajenos al futuro que le esperaba al caballo, no pusieron obstáculo alguno a la venta del mismo. Ya el caballo era de ellos, lo trajeron para Arucas y la caballeriza se montó en un solar existente en la calle San Juan, aproximadamente sobre el número nueve, que pertenecía a don Juan Falcón. En la parte de atrás, casi dando a la calle Calvo Sotelo, donde tenía las cabras, allí se adaptó la caballeriza para el cuidado del caballo que habían adquirido.

Se le puso por nombre Guajiro, nombre que no se sabe a ciencia cierta a qué se debía, aunque algunos piensan que fue debid'o a que por aquellas fechas había un ron, el Ron Guajiro, que se vendía en el mercado con dicho nombre y que patrocinaría al citado caballo y aportaría alguna cantidad para sufragar los gastos de su cuidado y promoción. Otros achacan el nombre, a las reminiscencias cubanas que tenía don Cristóbal Díaz, persona que había estado mucho tiempo en la isla caribeña y que, por eso, nominó al caballo con ese nombre.

Si bien a un caballo normal, se le puede dar de comer cualquier cosa (según los entendidos el caballo siempre está comiendo), su alimentación principal consta de gran cantidad de millo, aunque también le tira a la alfalfa. Se le da, también, un buen aporte de paja y de hierba Guinea, alimentos que le proporcionan buena cantidad de calorías, energía y fortaleza para el desempeño de su labor. Estos alimentos, a un caballo de carreras, tenían que cambiarlos y aunque no eran los alimentos tan sofisticados que se les dan hoy en día, cuando de cría caballar se habla, sí eran unos alimentos bastante caros y avanzados para la época. Alimentación rica en zanahorias, hidratos de carbono, azúcares, etc., etc., que hacían que el caballo adquiriese gran cantidad de elementos nutrientes, que favoreciesen su desarrollo competitivo.

En un principio, tanto don Cristóbal Díaz, como don Juan Falcón, habían pensado que quien corriese el caballo fuese don Manuel Medina, persona muy conocida en la zona y muy conocedora del trato y conducción del caballo. Llegaron, incluso, a proponérselo, proposición a la que don Manuel dio la negativa por respuesta, porque no estaba para esos trotes y, hablando  de caballos, nunca mejor dicho. Sin embargo, don Manuel Medina tenía mucha amistad con un tal Roque Piñeiro, a quien le gustaban mucho los caballos y que había corrido con varios de ellos, habiendo cogido buena fama como jockey. Era más bien pequeño, sobre un metro sesenta de estatura, de aspecto enjuto, vivo, despierto y gran conocedor de la técnica de cómo montar un caballo.

Don Manuel lo propuso a los propietarios de Guajiro y estos aceptaron, casi con los ojos cerrados, pues confiaban ciegamente en lo que decía don Manuel, a quien sabían buen conocedor del mundo de los caballos. Y así fue como Roque Piñeiro entró en la vida de Arucas, siendo el jinete, preparador y corredor del caballo Guajiro.

A partir de entonces, todos los días y con una puntualidad casi británica, sobre las cinco de la tarde se veía bajar por la calle de San Juan, la figura esbelta, negra, reluciente de aquel caballo, que una vez en la zona baja de la ciudad se dirigía hacia El Pino y ya en la ruta hacia Teror; Roque Piñeiro a lomos del mismo, se disponía a entrenarlo. Un día sí y otro también, todas las tardes se veía la figura de caballo y jinete, enfilar la carretera de Teror; unos días más lento que otros, pero todos encaminados a conseguir la mejor preparación y puesta a punto del caballo.

La preparación o entrenamiento se hacía unos días al trote, otros días con salida a galope tendido para aminorar a medio camino, refrescar y volver a galopar al final del trayecto. Otros días, la táctica era a la inversa, pues se salía a un trote bastante ligero para ir acelerando a medida que se acercaba la mitad o el final del trayecto preestablecido. Roque Piñeiro buscaba con ello comprobar la respuesta que podría darle el caballo en un momento determinado en que necesitase exigirle algo más, bien fuese al comienzo, a la mitad o al final de una carrera. 

Un día y otro día, fueron muchos los que transcurrieron, mientras el Guajiro cogía su puesta a punto y a decir verdad, tuvo Roque Piñeiro que acelerarla, pues cuando llevaba unos dos meses de entrenamiento, los propietarios ya habían apalabrado y tratado un enfrentamiento entre su Guajiro y otro caballo, que a decir verdad no recuerdo de dónde era, pero que me parece haber oído decir que era de Teror; otros dicen que de El Palmar y hay quien dice y asegura que era de la isla de La Palma. 

Se llamaba Palmera (otros lo llamaban Verdello) y a fuer de sincero, no puedo concretar si se trataba del mismo caballo, con doble denominación o si se trataba de dos caballos distintos y que corrieran contra el Guajiro, en diversas ocasiones. Cuando se lo dijeron a Roque Piñeiro, éste pareció no darle demasiada importancia, pues tras los entrenamientos efectuados, conocía perfectamente a su caballo, sabía cuanto podía exigirle y cuanto podía éste corresponderle, aunque siempre queda la incertidumbre de los posibles imponderables de última hora, que podían traducirse en un fallo del caballo, un fallo del jinete, un fallo de ambos o a un simple error al calcular las distancias.

Carretera Arucas-Teror en 1935 (Fedac)
No puso reparos Roque Piñeiro a esa pega y siguió entrenando con toda naturalidad los días siguientes con vistas a la gran prueba, la prueba de fuego, el bautizo hípico de su caballo Guajiro, una fecha que estaba fijada para unos diecisiete días después. Estaban casi a finales de mayo y se había prefijado para el segundo domingo de junio, metido ya en los actos de las fiestas de San Juan. La prueba se había apalabrado para celebrarse en la carretera de Arucas a Teror, partiendo desde Visvique, exactamente donde está el mojón del kilómetro número uno, hasta llegar a la zona de Los Castillos, concretamente en el mojón del kilómetro número cinco, es decir, una carrera de cuatro kilómetros (¡cuatro mil metros!), en asfalto (piso duro) y en declive ascendente, tres circunstancias que hacían la prueba mucho más difícil todavía.

Ya se acercaba la fecha de la competición, ya los comentarios por todos los rincones de Arucas versaban sobre lo mismo.Ya empezaban a cruzarse las correspondientes apuestas entre los aficionados, pero todos aguardaban impacientes al día señalado para ello, para poder comprobar in situ el poderío de aquel caballo, novato, pero con una estampa que invitaba al optimismo. Quienes lo veían entrenar a diario comentaban, y Roque Piñeiro asentía, que aquel caballo tenía mucha carrera por delante, pues a pesar del esfuerzo de la carretera y la dureza del entrenamiento, el Guajiro siempre llevaba la cola levantada y al decir de los expertos, el caballo, cuando ya no quiere más guerra, cuando está cansado, cuando ya no quiere seguir en carrera o luchando, ese caballo agacha la cola y no la levanta para nada.

En cambio al Guajiro, siempre se le veía alegre, fresco y con la cola levantada, señal de que quería más pelea, o dicho de otro modo, que quería más carrera. En vísperas de la competición y en horas que previamente se había acordado, el Palmero vino a entrenar en el recorrido que iba a ser objeto de la prueba y así lo hizo dos o tres días seguidos para reconocer y adaptarse al recorrido. El jinete que corría al Palmero se llamaba Diego Cruz, según vagos recuerdos de personas de aquella época consultadas. Pero no tenía nada que ver con la persona del mismo nombre que, por las fechas, era alcalde del municipio de Tejeda.

Roque Piñero siguió las evoluciones de Palmero desde un coche que le seguía, detrás de los preparadores, de los dueños y cuidadores del mismo. Algo vio Roque en las evoluciones y el comportamiento de aquel caballo, que los días siguientes se le vio entrenar con más tranquilidad y confianza, llegando incluso a predecir el sitio exacto por donde lo adelantaría el día de la carrera. Las evoluciones, en los entrenamientos de Guajiro, eran seguidas diariamente por don Cristóbal Díaz y otros propietarios del caballo, así como íntimos de ellos, que en varios coches seguían la trayectoria y el desarrollo del entrenamiento, haciéndose una idea del estado y predisposición del caballo.
Y fue de esta forma como se llegó al día señalado para la prueba. Se había elegido un domingo del mes de junio, primero porque se incluía tal competición dentro del programa de actos de las fiestas de San Juan y segundo, porque las tardes eran más largas que en meses anteriores y así ayudaría mucho más al acto, facilitando el desplazamiento de gente al trayecto de la carrera. Aquel domingo, desde por la mañana hubo gente que se desplazó en grupo hacia la zona de La Piconera, pues así al mismo tiempo que iban reservándose un sitio de privilegio para ver pasar los caballos, disfrutaban de un día de campo con la familia o simplemente en compañía de los amigos.

Se habían ido pertrechados de su correspondiente barbacoa, que no era como las muy sofisticadas de hoy en día, en aquel tiempo arrimaban varias piedras, hacían un semicírculo con ellas, prendían el fuego en su interior y con una malla metálica encima a modo de parrilla, se las arreglaban para cocinar las chuletas, los chorizos, las morcillas o las sardinas que hubiesen llevado.
Lo que interesaba era pasarlo bien y pasar el tiempo hasta la hora dela carrera, todo ello, debidamente regado con un buen ron de Arucas, un ron Guajiro, un ron-miel Indias o un coñac Fundador o Tres Cepas, que arrancasen la carraspera de las gargantas. La Piconera era una zona de Los Portales, situada al borde de la carretera, concretamente en una curva que da, a modo de balcón, sobre la carretera de Arucas a Teror; por lo cual desde tal sitio se podía seguir casi toda la evolución de la carrera, desde su salida en Visvique hasta su paso por dicha zona. Aunque hubo gente por toda la trayectoria de la carrera, donde más se congregó fue en la zona de La Piconera.

A partir del mediodía, la carretera de Arucas a Los Castillos, se convirtió en un auténtico peregrinar de gentes. Unos en solitario, otros con la novia, los familiares o los amigos, en grupos para ir entretenidos e incluso los hubo que se llevaron sus timples y sus guitarras para ir amenizando la travesía hasta el lugar de destino. Una auténtica muchedumbre, una riada. Verdaderamente, era una fiesta la que se avecinaba. Un delirio sin igual el de la gente que iba por esa carretera arriba y que colmataba los arcenes de la misma, pues desde Arucas hasta Los Castillos, fue un auténtico gentío el que tomó la carretera por asalto, aunque a unos les dio tiempo de llegar a los lugares altos para poder contemplar todo el desarrollo de la carrera y otros se tuvieron que contentar con quedarse a medio camino, pues la carrera les cogió cuando todavía no habían llegado a las alturas.

El tráfico de vehículos se suspendió desde las cuatro. La carrera estaba prevista para la torera hora de las cinco de la tarde y aunque en aquellas fechas el parque automovilístico era más bien escaso, se quería evitar contratiempos de última hora. Por eso se interrumpió la circulación de toda clase de vehículos con una hora de antelación. El tiempo se sumó a la efemérides y ni el sol se quiso perder tal acontecimiento, pues dicho día lucía en toda su esplendidez y hasta Julito (el del helado) se hizo su agosto en pleno mes de junio, pues ese día no había uno ni dos, había entre cinco y seis repartidores de helados, con sus correspondientes garrafas llenas hasta los topes, que iban por doquier de un lado a otro anunciando su refrescante carga a toque de cornetín. Aquel día, un corte de helado no valía las dos perras y media de siempre. Aquel día valía cinco perras (media peseta) y bien que lo merecían por el sofocante calor que reinaba. Hubo quien montó, incluso, una especie de ventorrillo, donde tomarse un "pizco ron" y una tapa de carajacas. Hubo también quien, con una gran cesta, se había pertrechado lo suficiente, para ir vendiendo "pirulines", suspiros y "criaturas" entre los asistentes.Todos, unos y otros, se hicieron su buen negocio aquella tarde, pues alguien que apareció con un garrafón de agua también entró en la danza, pues el sol pegaba lo suyo y casi desaparece en medio de la multitud.
Rondaban las cinco de la tarde y en la línea de salida ya todo estaba preparado. Se había cruzado la calle de banda a banda, con una línea blanca de cal, que significaba la línea de salida. Lo mismo se había hecho en el mojón del kilómetro cino, señalizando la línea de llegada. Los caballos sobre la línea de salida, algo inquietos, eso sí, pero sin exageración. Detrás, los árbitros y jueces de carrera, los coches de los propietarios de ambos caballos, los coches de amigos íntimos y resto de seguidores, no muchos coches, porque realmente en la época no los había, pero sí unos cuantos.
A las cinco en punto, el juez de salida que da el banderazo de comienzo y la multitud estalla en un descomunal rugido. La prueba había empezado, los gritos se suceden, siendo cada vez más estruendosos. Gritos de ánimo, naturalmente, pues la gente que estaba en los márgenes de la carretera jaleaba a los caballos y a sus jinetes, a medida que pasaban por donde ellos estaban.

A todas estas, el Palmero que salió poco menos que como un tiro, pues con su rápido galopar y un tranco de unos cinco o seis metros, fue poniendo tierra de por medio con respecto al Guajiro, que al llegar a la curva de Juanito el panadero y el "cafetín" de Miguelito Pérez, acumulaba una desventaja de unos cinco cuerpos con respecto al Palmero. La carrera siguió desarrollándose con toda normalidad, aunque eso sí, se veía mucho más ágil y desenvuelto al Palmero, que seguía, poco a poco, aumentando la distancia de ventaja. El Guajiro galopaba a unos treinta metros de distancia, se le veía algo encogido, con el hocico casi pegado al pecho, señal de que ese caballo no estaba dando todo lo que podía. En dos palabras, iba frenado. A la altura de Santa Flora, donde hoy está "La Chimenea", la distancia se aumentaba considerablemente de tal forma que, algo nervioso por el desarrollo que se estaba dando a la carrera, don Cristóbal Díaz, sacando la cabeza por un lateral del coche en que la iba siguiendo, le dijo a voz en grito a Roque Piñeiro:
- "Roque, suelta ese caballo, que se nos escapa, ¡que se escapa Roque!, suelta al caballo",
Roque no soltó la brida, siguió con las riendas en su mano izquierda y con la mano derecha, en la que sostenía la fusta, indicó a don Cristóbal, por señas y con gestos muy elocuentes, que estuviese tranquilo, que él sabía lo que hacía. Algo más arriba, a la altura del kilómetro tres, poco más arriba de la actual Urbanización Masapeses, ya la ventaja que llevaba Palmero era casi de unos setenta metros, que en una carrera de caballos son muchos metros para regalar a tu contrario, por muy bien que estés tú. y nuevamente don Cristóbal que, pidiendo permiso a los comisarios de carrera, se acerca casi a la altura del Guajiro y le espeta a Roque, casi como dándole una orden:
- "Suelta de una vez al caballo, que perdemos la carrera, ¿no ves que se va escapando?",
Ya esta vez, Roque sí se volvió al coche donde estaba don Cristóbal y le dijo:
- "Tranquilo Cristobita, tranquilo, no se preocupe, ya verá que por la casa amarilla lo adelanto".

La casa amarilla de marras (hoy es blanca), era una casa de dos pisos, propiedad de Bartolito Hernández, que por aquellas fechas era como una referencia en las miradas desde Arucas hacia la zona alta, pues destacaba entre todas las demás, precisamente por su color y por ser la única en la zona que en aquellos tiempos tenía dos pisos. Hoy casi es imperceptible, debido a la proliferación de casas y construcciones por los alrededores, Y fue como si verdaderamente lo tuviese estudiado al detalle, porque poco más adelante Roque empezó a soltar riendas al caballo, éste levantó un poco más la cabeza y aumentando la longitud de su zancada y la frecuencia del galope, fue recortando distancias poco a poco, de tal forma que al llegar a la curva que hay antes de llegar a la casa de Bartolito, los dos caballos iban casi parejos, a tan solo un cuerpo de distancia, distancia que quedó reducida a la nada, cuando al salir de la curva Roque aflojó bridas y dio riendas a Guajiro, quien de cuatro zancadas adelantó a su rival y ocupó lugar de primacía.

De allí en adelante, todo fue casi como coser y cantar, pues a pesar de la emoción que había entre el público por la incertidumbre del desenlace de la prueba, sin embargo Roque Piñeiro lo tenía todo bien estudiado y calculado. Desde la curva de la casa de Bartolito hasta la curva de la Piconera, el Palmera no le había perdido la estela, pues haciendo de tripas corazón le había seguido el rebufo al Guajiro y se había mantenido detrás del mismo, pegado a las ancas traseras.

Por la curva de la Piconera, pasaron los dos caballos completamente emparejados, ligeramente adelantado Guajiro. Fue a partir de este punto cuando ya la carrera tomó auténtico color aruquense, pues fue cuando Roque Piñeiro dio toda la brida de que disponía y Guajiro, a rienda suelta por allí arriba, levantó la cabeza, imprimió más ritmo a su galope, su tranco se hizo más largo y a la meta, exactamente donde está el mojón del kilómetro cinco, llegó con unos cuarenta metros de ventaja sobre Palmera.
El público estalló en una sonora salva de aplausos, gritos de satisfacción y reconocimiento a una labor de puesta a punto, llevada a cabo por caballo y jinete. Había ganado Guajiro. Su bautizo hípico se había hecho en loor de multitudes y, tras la carrera, se emprendió el camino de regreso hacia Arucas. Había un camión preparado para transportar al caballo hacia abajo, pero se quiso y así se hizo, volver caminando desde Los Castillos hasta la ciudad, recorrido que se hizo entre gritos de aliento, vivas y "riquirraques'', con todo el gentío que se había desplazado hasta allá arriba, cortejando al caballo y a su jinete, que recibía felicitaciones por todas partes. Cada uno contaba, según y como le cuadrase, su opinión de cómo había sido la carrera.

Carrera de Caballos 1905 (A.Sortija Fedac)
Posteriormente, Guajiro participaría en muchas más competiciones, todas ellas por parejas. Unas veces aquí en Arucas, con el mismo recorrido descrito. Otras veces, participando en unas carreras que se celebraban en a zona sur de la isla,exactamente en la carretera que lleva desde el Cruce de Arinaga hasta la villa de Agüimes, concretamente casi en su entrada, en el lugar que llaman "Las Tres Cruces", un lugar que, al igual que La Piconera de Arucas, permitía seguir casi todo el recorrido de las carreras. Allí acudió y pechó en varias ocasiones el Guajiro, resultando ganador en casi todos los emparejamientos en que compitió, seguido por una gran multitud de aficionados que se desplazaban desde Arucas hasta Agüimes (o Cruce de Arinaga), para seguir sus evoluciones.

El Alazán, el Vencedor, el Kruger, la yegua Meña y otros caballos más, son claros ejemplos y testigos de las victorias del Guajiro, no sólo en la zona de Arinaga-Agüimes, sino también en otras carreras que se celebraban en el municipio de Valsequillo, hasta la zona denominada La Barrera. En una de las ocasiones, al volver ganador de uno de sus enfrentarnientos en Agüimes, Guajiro fue recibido en medio de una multitud de aruquenses que le aplaudían y veneraban. Incluso doña Mariquita del Carmen, vecina y comerciante de la calle San Juan, le había confeccionado una corona de laureles, que le fue impuesta al Guajiro, en reconocimiento a su triunfadora trayectoria. Imposición que se hizo a los acordes de una marcha triunfal que, en aquellos momentos, entonaba la banda municipal de música.

Prolija fue la trayectoria del Guajiro, jalonada por un sinfín de triunfos, que le hicieron ganarse el aprecio, el cariño, el respeto y la consideración de todo un pueblo, el pueblo aruquense, que a partir de ese momento y hasta la prematura muerte del caballo, lo tuvo como paradigma del esfuerzo, la constancia y el pundonor en pos de la victoria.

El Guajiro murió muy poco tiempo después, unos dicen que fruto de un cólico, otros que fue fruto de un mal de gota, lo cierto es que su desaparición se nos antoja algo prematura, a pesar de los esfuerzos y desvelos del veterinario que le atendía en aquellos momentos, don Patricio Leblanc, veterinario que ejercía en la Granja del Cabildo Insular y que prestaba sus servicios, también, en Arucas. Con todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos que, con el Guajiro, se marcó una época en Arucas. Con él nació un ídolo. Con él nació un mito. Con él surgió "un negro", que se convirtió en "el blanco" de toda nuestra admiración y la de todos los aruquenses.

Armando Ramírez Sarmiento © 2006

La Sajorina

Arucas 1936, recién había estallado el Movimiento Nacional. El 18 de julio de ese año, comenzó algo que a todos nos dejó estupefactos y en un estado que ojalá nunca más se vuelva a repetir. El General Franco había partido desde Las Palmas de Gran Canaria y, vía Marruecos, había llegado a la Península, comenzando de esa forma la contienda nacional, que duraría por espacio de tres años, pero que dejará heridas que todavía hoy perduran.

El general se había ido a la Península, pero aquí había dejado atrás una serie de enfrentamientos fratricidas que hicieron de Canarias un nido de tretas, acosas, vasallajes, asaltos, fusilamientos, pérdidas y muertes de personas de las cuales nunca más se ha sabido su paradero.
Hermanos contra hermanos, padres contra hijos, familiares contra familiares y vecinos contra vecinos, todos se vieron envueltos en este tremendo lío, pues cada uno se vio inmerso en un bando, en el que le tocó en ese momento y sin comerlo ni beberlo y, normalmente, sin saber el motivo ni la razón, todos se vieron dando tiros y luchando contra el adversario virtual, que no real, y defendiendo unas ideas que, ni eran las suyas ni sabían cómo ni por qué se les habían inculcado.


Arucas estaba totalmente tomada por los militares y otras organizaciones paramilitares, como era la Falange. La Falange Española, fue un movimiento político fundado en 1933 por José Antonio Primo de Rivera como alternativa al pluripartidismo político y de manera especial de los partidos de izquierdas y para reprimir los movimientos obreros.
Su fin principal era superar las luchas de clases, e imponer en todos una conciencia nacional, anclada en el tradicionalismo y basada en el respeto a una jerarquía del Estado corporativo. Su fundación data del 29 de octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid. Más tarde, en 1934 se fusiona con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, llamadas las JONS, asumiendo la dirección del grupo resultante, el triunvirato formado por José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos y Ruiz de Alda.
El comportamiento servil a la causa, pues desde el mismo momento del Alzamiento Nacional se situaron junto al bando nacionalista, les sirvió para que en el año 1937, Franco, mediante decreto, unificara todos los grupos, movimientos y milicias, en una sola entidad, llamada Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalista (FET y de las JONS). El movimiento resultante, engranó perfectamente en el entramado franquista y barría por todo aquello que, a su paso, oliera a desaprobación, crítica o disconformidad.

Y así pasaba en Arucas, donde prácticamente los falangistas eran bastantes, casi más que los militares que asediaban la ciudad. Mucha intranquilidad, mucha incertidumbre, mucha desconfianza
y mucho miedo y temor anegaba los pensamientos de los aruquenses de la época.

Prácticamente no se podía hablar, pues se tenía miedo de que al más mínimo descuido te encontraras con alguien del bando contrario, que alguien te estuviese escuchando y te delatara o que por circunstancias extrañas, algún tiro perdido diera con tu nuca, tu frente o cualquier parte vital de tu organismo.

Todos hablaban entre sí, a escondidas y cuchicheando, pero ello no era óbice para que, de alguna forma, todos estuviesen informados al detalle de todo lo que iba pasando. No se podía andar por Arucas, pues en cada esquina te podías tropezar con una escopeta a la altura de la nariz, o con cuatro desalmados que te arrastrasen al interior de una furgoneta y de allí...sólo Dios sabe a dónde.
Las azoteas de las casas estaban tomadas por los militares y falangistas y desde ellas observaban los movimientos que se producían en las azoteas y patios de las casas que divisaban y, al menor movimiento sospechoso para ellos, el tiro era la pregunta y el golpetazo contra el suelo de la persona
destinataria del disparo, era la respuesta. Lo dicho, ¡un infierno!

Por estar tomada, hasta la iglesia estaba ocupada por los nacionales y desde la azotea de la misma, tenían un buen campo de visión. Desde la misma, uno de esos tiros perdidos, acabó con la vida de una persona que estaba en la calle junto a la esquina de la casa de don Anastasio Escudero y como ese, muchos casos más.


No fue lo mismo en Cardones, donde el cura (creo que por aquellos tiempos ya estaba don José Déniz, "el cura, curandero"), que haciéndose fuerte, no permitió la entrada a ninguno de los que iban armados a sacar de allí a los vecinos que se habían refugiado en la iglesia. "Esta es la casa de Dios, decía, y en la casa de Dios no permito ningún atropello".

Mucho agradecieron los vecinos de Cardones, esta decidida actuación de su cura párroco. La conversación más normal, eso sí, siempre por lo bajo, a escondidas y cuchicheando, era el parte de las actividades habidas y a quienes habían afectado. Del portón, se llevaron anoche a tres hombres, el padre y los dos hijos y de la casa de al lado, se llevaron al marido de Chonita. Esta mañana vinieron por Josenito y también por Juanito y Rosendito. A Juanito, los muy brutos lo sacaron a empujones y al llegar a la furgoneta lo agarraron entre tres y lo jincaron dentro, como un saco papas.
Así, un día y otro día. El miedo se había adueñado de todos los vecinos y todos temían que en cualquier momento, con razón o sin razón, viniesen a por cualquiera de ellos. Pedro, un joven robusto, bien parecido, casado con Teresa y con doce hijos en el mundo, era un trabajador nato. Amante de su familia y de su trabajo, era todo pundonor y tesón, buen padre, buen esposo y mejor persona. Algún que otro ramalazo de disconformidad sí había manifestado, con respecto a lo que veía que estaba pasando, pero sin tomar partido por nadie, pues las tareas de su trabajo y las preocupaciones para sacar adelante a su familia, le absorbían todo el tiempo y no tenía opción a pensar en nada más, ni a reunirse con nadie para exponer su
forma de pensar.

No obstante, como todos los vecinos, también él tenía cierta desazón y temor a que le viniesen a buscar, aunque, como él siempre decía: "¿A mí, para qué me van a detener, si yo no he hecho nada?". La desazón no sólo era de Pedro, sino también de su esposa e hijos, sobre todo su hija mayor, que constantemente le decía que se escondiese, porque en cualquier momento podrían venir a por él.

Cuando en casa de Pedro se enteraron que la noche anterior habían venido y se habían llevado al vecino, Nicolás, el temor se agrandó mucho más y se hizo más patente. Su hija le volvía a repetir una y otra vez aquello de "Padre, escóndase, que van a venir por usted. ¡Tengo el presentimiento!" .
Pedro repitió, quizás por última vez: "No me escondo ¡coño!, yo no he hecho nada". Y decimos quizás por última vez, porque el presentimiento de su hija, desgraciadamente se cumplió.

No había terminado Pedro de decir aquello de "yo no he hecho nada", cuando a la puerta de su casa, sonaron unos enormes golpes, que casi la tiran abajo. Fue la hija a abrir y ante sus ojos, cuatro hombres vestidos con pantalón gris, camisa azul, botas de polaina y gorra roja, casi la apartan de un golpe y dirigiéndose a Pedro le conminaron a que les acompañara.

- Yo no he hecho nada, ¿para qué me quieren ustedes?
- Es sólo para hacerte unas preguntas, Pedro. Tú declaras y no te pasará nada.

Eso le contestaron. Pedro les siguió, se despidió de su familia con un "hasta luego", que no se cumpliría nunca, pues no sabía Pedro que aquella iba a ser la última vez que veía a su familia.

Siguió a los cuatro hombres que habían venido a buscarle y cuando llegó a la furgoneta donde le iban a subir, se dio cuenta de todo, que le habían engañado y que seguiría la misma ruta que los demás, pues allí estaba también su hermano Enrique, el vecino Andrés, el vecino Mariano, Martín, Ricardo, Gustavo, Eduardo y algunos más.

Pedro, antes de entrar a la furgoneta, dirigió una mirada a todos ellos, miró a los cuatro hombres que le habían sacado de su casa y cuando intentó mirar atrás para despedirse de los suyos, un tremendo empujón lo adentró de golpe en el vehículo, encima de los que ya estaban dentro.
Pedro miró a los compañeros de viaje y cuando sus ojos tropezaron con los de su hermano, unas lágrimas de impotencia se deslizaron por su rostro, mientras por su pensamiento empezaba, de una forma clara y nítida, la película de cómo había sido su vida hasta ese día.

Y recordó Pedro sus primeros años de vida. Pedro había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, concretamente en la calle de Los Reyes. A los dos años su familia se trasladó a Venezuela y, naturalmente, Pedro se va con ellos y no regresa hasta que tiene cumplidos los dieciséis años. Pedro, ya desde esas fechas, fue un hombre alto, elegante, fortachón y atractivo, además de inteligente y bien amañado, por lo que no le era difícil a la hora de encontrar trabajo. Cierto día que paseaba por la calle de Los Reyes, reparó en una jovencita que trabajaba en un taller de calados y bordados que por allí había. Se quedó mirándola y embelesado con la chica, que era guapísima, bien parecida y muy atractiva y, por lo que observaba, en su forma de tratar las telas que tenía entre manos, muy trabajadora y consciente de sus responsabilidades.

Pedro quedó tan prendado de ella y tan enamorado a primera vista, que se decidió a presentarse a la chica. Pidió información de cómo se llamaba y la dirección de dónde vivía. Se llamaba Teresa, vivía en Telde y estaba de buen ver, así que para Pedro, era un reto el lograr conquistarla, pues se había propuesto que debía ser para él, que la convertiría en su mujer y en madre de sus hijos. Y así fue, un breve tiempo de cortejo en plan novios y la boda, cuando todavía ambos estaban en plena flor de la juventud, él tenía diecisiete y ella dieciocho años. Se fueron a vivir a Telde durante un corto espacio de tiempo, en el cual tuvieron a su primera hija que luego sería la mayor de doce hermanos. En Telde estuvieron muy poco tiempo, porque Pedro, muy responsable, había hecho una solicitud y había logrado el cargo de conserje del Casino de Arucas.

Se trasladaron a Arucas y ya allí vivieron el resto de sus vidas, formando con sus hijos una familia muy bien compenetrada, pues no era difícil ver a Pedro, entre todos sus hijos, rodeado por ellos y su mujer, con alguno de los más pequeños sobre sus rodillas y disfrutando de esos ratos felices que se producen, cuando una familia se encuentra reunida.

No tenía Pedro ideologías políticas, pero de vez en cuando aportaba su parecer, cosa normal, de la forma de hacer y deshacer, de este o aquel cacique, que los había por aquel tiempo. Cargado de hijos como estaba, no obstante alguna escapada se echaba Pedro al bar cercano a casa y alguna que otra "cogorza" cogió, "sin querer" por supuesto, como se cogen todas las cogorzas. Y entonces entraba en acción, el genio y la gallardía de Teresa, pues al enterarse que estaba en el bar, ni corta ni perezosa, allí se presentaba y ante todos los presentes, arrancaba con su marido para su casa.

Un día y otro día, todos pasados en feliz convivencia con su mujer sus hijos, hasta que la fatalidad vino a cruzarse en el destino de esta familia. Se estaba en tiempo de 1a Guerra Civil y los falangistas habían arrasado por todo aquello que les parecía. Hoy a unos y mañana a otros, se han ido llevando a los hombres de la ciudad.

Pedro parecía tranquilo, repitiendo una y otra vez que a él no lo prenderían, pues él no había hecho nada. Sus hijos le insistían una y otra vez, también, para que se escondiesen, pues cualquier día vendrían a por él. Su hija mayor, incluso, le llegó poco menos que a premonizar lo que le iba a suceder.

- Padre, escóndase, que tengo el presentimiento de que van a venir
por usted, escóndase.

- Que no ¡coño!, por qué me voy a esconder, si yo no he hecho nada.

Y pasó lo que tenía que suceder, unos porrazos en la puerta, cuatro falangistas que llegan y, engañando a Pedro diciéndole que sólo era para que contestase y declarase algunas cosas, se lo llevaron, ya para siempre.
No se sabe a ciencia cierta el paradero de los hombres que se llevaron de Arucas, pero mucho tendrán que decir los pozos de los alrededores, sobre todo el del puente de Arucas y el del barranco de Tenoya, la sima de Jinárnar, los campos de concentración de La Isleta y del Lazareto (en Gando), porque fueron los lugares donde llevaban a los retenidos por las tropas nacionales.
Se supone, por rumores de testigos presenciales, que a Pedro y a su hermano Enrique los tiraron a un pozo del barranco de Tenoya, pero que tanto uno corno otro, víctimas de infarto de miocardio (uno) y problemas de pulmón (otro), ante la desesperación sufrida, viendo el final que se les venía encima, sufrieron sendos ataques y murieron dentro de la furgoneta, antes de que los lanzaran al fondo del pozo.

Lo cierto es que Pedro, nunca más volvió a ver a su familia. Teresa, mujer fuerte, recia y de carácter, no se arredró en absoluto y siguió adelante, con mucho sacrificio eso sí, pasando muchas necesidades y sufriendo un sinfín de calamidades, pero sacó a su familia adelante. Al no tener agua en la casa, se tenían que trasladar a las acequias con sus cestas de mimbres y palanganas de aluminio, llenas de ropa, hasta donde pasara el agua, para allí con una piedra corno lavadero, enjabonar y estregar la ropa de toda la familia, luego aclararla bien hasta quitar la suciedad y el jabón que tuviese impregnado. Luego la ropa blanca, como las sábanas, toallas, zagalejos, calzones, camisillas, calzoncillos, etc. etc., se estregaban y quitaba la suciedad mayor, luego se enjabonaban y se tendían al sol, sobre la hierba o matorrales cercanos.

De vez en cuando las mujeres, se dedicaban a rociar con su mano, la ropa que habían tendido previamente. Esta labor se hacía para blanquearla, ya que en esos tiempos no existían ni la lejía ni los tambores de jabón en polvos blanqueadores. Sólo disponían del jabón azul en barras, que se cortaba en trozos con un cuchillo (jabón "Suasto"). Más tarde vendría el jabón Lagarto, que aún hoy se encuentra en los comercios.

La ropa blanca, después de estar a sol unas horas, la aclaraban y añilaban. Para ello se ponía agua en una bañera de aluminio, grande y redonda. Luego se hacía un hisopo con un trozo de tela blanca, en cuyo interior se ponía una ruedita de añil, que era azul, lo ataban con una tira de la misma tela, luego con él en la mano, se metía en el agua de la bañera y se estrujaba, hasta conseguir un agua azulada y clara.

Poco a poco se metía la ropa blanca en esa agua y se torcía bien. Las sábanas las tenían que torcer entre dos mujeres (siempre se ayudaban unas a otras). Las hijas mayores, acompañaban siempre a sus madres, para ayudarles a traer la ropa a casa y tenderla en las liñas. Era un trabajo muy duro, pues si no había agua en la acequia de casa, se tenía que caminar, cargada con todos los bártulos, hasta aquella acequia por donde hubiese agua.
Teresa, como todas las mujeres de esa época, cada semana, como mínimo, hacía esa labor y muchas veces, las hijas mayores la acompañaban y ayudaban a hacer el lavado y cargar la ropa, que, de vuelta a casa era muy pesada, ya que venía mojada. Muchas veces, las hijas, por tener que ayudar en estas labores, tenían que dejar de asistir a la escuela.
Alguno de los hermanos trabajaba y aportaba algo a la economía familiar y Teresa administraba los dineros y la casa. Su figura era respetada y admirada por los convecinos, que también le ayudaban en lo que podían.
Aparte de a su marido Pedro, Teresa había perdido también, por la misma razón y mismas artes, a uno de sus hijos, a quien se llevaron algo después que a Pedro, yal que le dieron a beber algún líquido ponzoñoso y aceite de ricino y lo tuvieron descompuesto durante bastante tiempo, con la muerte en los talones y perseguido por los nacionales. Lo atraparon y lo tuvieron durante bastante tiempo en la cárcel, algo así como unos seis años, tiempo en que se las hicieron pasar "canutas". Salió de la cárcel bastante enfermo, circunstancia que arrastraría ya de por vida hasta que falleció, víctima de todas las penurias y calamidades pasadas en la cárcel, hace aproximadamente unos veinticinco ó treinta años.

Al hijo menor de Teresa, también parece ser que las tropas de ocupación lo habían cogido entre ceja y ceja. Lo tenían muy vigilado constantemente, acosándolo brutalmente y por menos de nada, le caían encima. Bastaba que cogiese una simple fruta de cualquier árbol, como hacía cualquiera en la época, sólo por mitigar el hambre y le caían atrás, como perros de presa. El muchacho tuvo que andar huyendo constantemente y escondiéndose donde buenamente podía, hoy en un sitio y mañana en otro, para poder esquivar la vigilancia. Para hacerse ver y sentir por los vecinos y que estos supiesen por donde merodeaba, solía entonar y cantar (cosa que no hacía mal, pues tenía buena voz), alguna canción tipo ranchera, como "Guadalajara en un llano, Méjico en una laguna ...". De esta forma los vecinos sabían su paradero y le ayudaban, surtiéndole de alimentos. Tantos eran los aprietos que pasaba este muchacho, que, por miedo a que lo prendieran y encarcelaran, estaba continuamente cambiando de ubicación, para no ser localizado. Ese muchacho de entonces, que tantos sacrificios pasó y que a todos se sobrepuso, es hoy en día uno de los supervivientes de la gran familia formada por Pedro, Teresa y sus doce hijos.
Teresa, a pesar de todas las desgracias que le acucian, se sobrepone a la adversidad, lucha denodadamente y consigue que le reconozcan el derecho a cobrar una pensión de viudedad. Una pensión que le conceden y que ha de cobrar mensualmente. Poca cosa es, pero al fin y al cabo, es una ayuda para mantener a toda la familia. No importa, Teresa se las arregla como puede, hace milagros, pero su coraje y tesón le ayudan a resistir.

Algo más tarde y fruto de las muchas calamidades que ha pasado, Teresa enferma del corazón, pasa una convalecencia y algo recuperada, sigue su vida casi normal. El lugar a donde tiene que ir a cobrar la pensión, es una oficina situada en un piso alto, con unas escaleras muy empinadas que a Teresa le causan muchas molestias y cansancio. Teresa hace la consulta de si puede venir alguien a cobrar por ella, a lo que le contestan con muy malos modos, que, que tiene que venir ella a cobrar en persona y que si no viene, se queda sin cobrar.

Teresa hace de tripas corazón y se va hasta la citada oficina a cobrar su pensión y cual no es su sorpresa al reconocer, en el señor que le pagaba la misma, a uno de los que se habían llevado a su marido la noche que lo mataron. En ese momento, ella se encaró con el empleado, lo mira fijamente a la cara, se dirige a él y ante toda la gente que allí se encontraba, le dice: La pata que eches p'alante, p 'atrás se te vaya y por la escalera te he de ver rodando y con la lengua fuera. Y a todos los que se llevaron y mataron a mi marido ¡coño!, he de verlos mal de la cabeza y echando bichos por la boca.

Todos los presentes se le quedaron mirando, se hizo un profundo y largo silencio y Teresa, una vez cobrada su pensión, con su cabeza bien alta, su mirada fija y su rostro regocijado, escaleras abajo enfiló el camino de la calle y luego a su casa.
Al mes siguiente, Teresa vuelve a la indicada oficina a cobrar nuevamente su paga. Cuando está en el mostrador y una vez efectuado el cobro, se oye un estruendo en la escalera, la gente que se arremolina junto a ella, algunos gritan, otros simplemente se agrupan y Teresa también se acerca a ver qué es lo que pasa. Ante sus ojos se le presenta el siguiente espectáculo: el hombre al que el mes anterior le había echado la maldición, está caído en el rellano de la escalera, "muerto y con la lengua fuera".
Teresa sale, escalerasabajo, muy erguida y muy ufana, mientras a sus espaldas oye unas voces que dicen: Es la sajorina, la que echó la maldición.

Pasan los años y Teresa se entera de que, otro de los hombres de los que se llevaron a su marido, se volvió loco y que lo habían recluido en el manicomio. Otro de ellos, también cayó enfermo y cuentan que echaba espumas y bichos por la boca.

A partir de esos acontecimientos, Teresa fue conocida y así se le recuerda, como ¡la Sajorina!. No sólo es a Teresa a quien luego se le apodaría la Sajorina, también fueron y son conocidos así, sus familiares más cercanos. Todavía hoy, quedan vivos dos hijos de la Sajorina y, naturalmente bastantes nietos. Todos son conocidos como "Los Sajorines".

Lidivina Sánchez Melián © 2004

_________________________
  1. Sajorina = Zahorina
  2. Zahorí... = Persona a la que el vulgo atribuye la facultad de ver lo que está oculto, aunque sea debajo de la tierra. (DRAE).
  3. El presente relato está basado en hechos reales. Los nombres de los personajes han sido variados intencionadamente.